“Al
descender el canal una noche, Israel recorrió la abarrotada cubierta principal
del setenta y cuatro, continuamente rozado por un millar de apresurados
caminantes, como si estuviese en alguna de las calles importantes de Londres,
atestada de artesanos regresando de su trabajo diario, y sus emociones fueron
nuevas y dolorosas. Se encontró arrojado en la naval muchedumbre sin un solo
amigo; más aún, entre enemigos, puesto que los enemigos de su país eran sus
enemigos, y contra los parientes y amigos de estos mismos que le rodeaban, él
mismo había alzado en una ocasión la mano fatal. El marcial ajetreo de un gran
buque de guerra en su primer día lejos del puerto, resultaba
indescriptiblemente discordante con su actual humor. Aquellos sonidos de la
multitud humana perturbando las solemnes soledades naturales del mar, le
afligían misteriosamente. Murmuró contra aquella adversidad que, tras haberle
condenado a largas penas en tierra, ahora le perseguía con penurias adicionales
en el piélago. […]
Avanzando
entre Scilly y Cape Clear, el Sin
Escrúpulos, nave que, de alguna manera, aventajaba a sus consortes, se
topó, poco antes del anochecer, con un cúter de largo calado bastante próximo y
con signos evidentes de encontrarse en dificultades. En ese momento no había
ningún otro barco a la vista.
Maldiciendo
la necesidad de detenerse en una coyuntura como aquella, con un fuerte viento
regular, el oficial de cubierta apocó velas y se puso al pairo, llamando al
cúter para saber cuál era el problema. Al tiempo que gritaba a la pequeña
embarcación desde la elevada popa del erizado setenta y cuatro, este teniente
daba la impresión de encontrarse en la cima de Gibraltar, dirigiéndose a algún
campesino de las tierras bajas en su cabaña. La respuesta fue que en un
inesperado fallo del viento, que estuvo cerca de hacerles zozobrar, apenas
hacía una hora, el cúter había perdido a sus cuatro hombres más destacados a
causa de la violenta resistencia de una botavara. Necesitaba ayuda para
regresar a puerto.
‒Podéis
contar con un hombre ‒dijo
el oficial de cubierta, malhumorado.
‒Entonces
dejad que sea uno bueno, por amor de Dios‒
dijo la voz desde el cúter‒.
Necesitaría,
al menos, dos.
Durante
esta conversación, la curiosidad de Israel le había empujado a lanzarse
escaleras arriba desde la cubierta principal, y detenerse en la pasarela
superior, mirando la extraña embarcación. Mientras tanto había sido dada la
orden de botar un bote. Pensando que aquella era una oportunidad favorable, se
situó de tal manera que pudiese ser el primero en precipitarse en él; aunque
multitud de marineros ingleses, ansiosos como él mismo ante la oportunidad de
escapar del servicio extranjero, se colgaban de las cadenas del aún
imperfectamente disciplinado buque de guerra. Cuando los dos últimos hombres
que habían sido descendidos en el bote lo engancharon, cuando estuvo a flote,
desde la pasarela, Israel se dejó caer como un cometa entre las lonas de popa,
avanzó torpemente y se aferró a un remo. En un instante, todos los remeros
estaban en sus puestos y con unas cuantas remadas el bote atracaba al costado
del cúter.
‒Escoja
al que quiera‒ dijo el
oficial al mando, dirigiéndose al oficial del cúter y haciendo
un ademán
con la mano hacia la tripulación del bote, como si fuese un lote
de reses muertas de las que se ofrecía la primera opción a algún cliente‒.
Dese prisa y elija. Siéntense, señores ‒a
los marineros‒. Oh, veo que
tienen prisa por abandonar el servicio de su Majestad, ¿no es así? ¡Valientes
tipos, ciertamente! ¿Ha
elegido a su hombre?
Todo
esto tenía lugar mientras los diez rostros de los ansiosos remeros miraban con
mucho anhelo y actitud de súplica al oficial del cúter; cada rostro vuelto en
un mismo ángulo, como activados por la misma máquina. Y así era. Por un mismo
motivo.
‒Escojo
al tipo pecoso del pelo rubio, ése ‒señalando a
Israel.
Nueve
de los rostros vueltos cayeron en una honda desesperación y antes de que Israel
pudiera ponerse en pie sintió un violento empujón en el trasero propinado por
la punta del pie de uno de los desilusionados que quedaban a sus espaldas.
‒¡Salta,
zopenco! ‒exclamó el oficial
del bote.
Pero
Israel ya estaba a bordo. Al instante siguiente el bote y el cúter se
separaron. En poco tiempo, la noche cayó, y el buque de guerra y sus consortes
desaparecieron de la vista.
La
cargada embarcación retomó su curso hacia el puerto más cercano, maniobrada por
sólo cuatro hombres: el capitán, Israel y dos oficiales. El grumete permaneció
al timón. Como único hombre a cargo del trinquete, Israel tuvo que trabajar
duramente. Donde sólo hay un hombre para tres amos, ¡pobre de ese esclavo solitario!”.
Fragmento