“‒ En la noche, sólo vivimos aquí tú y yo y un millón de libros.
‒ ¿De
veras tienes tantos? ‒
pregunté.
‒ La
verdad es que nunca he podido contarlos. Los libros son muy escurridizos.
Buscas uno en un estante y lo encuentras en otro, o no lo encuentras durante
años y de pronto aparece frente a tu nariz. Al principio pensé que Eufrosia los
cambiaba de lugar después de sacudirlos, luego pensé que era yo quien los movía
sin darme cuenta. Soy muy distraído, eso lo nota cualquiera. Pero luego llegué
a la conclusión de que los libros se mueven solos: te buscan o te rehúyen […].
Pensarás que es una idea absurda, pero la he comprobado una y otra vez. Te voy
a poner un ejemplo, para ver si nos entendemos. Ningún científico ha podido
saber por qué desaparecen los calcetines. Das dos a lavar y de pronto sólo
regresa uno. El otro se esfuma en el aire. No se trata de un robo: ¿a quién
puede servirle un solo calcetín? Algo similar pasa con los libros. Cuando
juntas demasiados, resulta difícil que estén quietos. Los libros buscan su
acomodo. A veces piden que los leas, a veces que no los leas. […]
A continuación, el tío Tito me mostró
algunas secciones de su enorme biblioteca. Mientras recorríamos la casa, Marfil
y Obsidiana nos seguían a una discreta distancia. En cambio, Dominó se
encaramaba en los estantes y de vez en cuando tiraba un libro. Tal vez era el
culpable de que los libros cambiaran de lugar.
El tío se orientaba sin problemas en
esas habitaciones cuyo tamaño resultaba imposible de calcular. De un cuarto
pasabas a otro, y de pronto te encontrabas en un patio interior, con techo de
cristal. En las recámaras los libreros no sólo ocupaban los muros, sino que
formaban un laberinto al interior del cuarto, dificultando el paso. Desde una
pared nunca podía verse la de enfrente, por culpa de los demasiados libros.
La biblioteca había sido ordenada en
secciones, siguiendo un método bastante extraño. Un letrero con letras rojas
indicaba de qué trataban los libros reunidos en esa zona, pero los temas eran
muy caprichosos. En esa primera visita copié los siguientes en un cuaderno: Perros chichos, Quesos que apestan pero
deleitan, El tigre de bengala, Mapas del mundo antiguo, Los dientes de las
abuelas, Espadas, cuchillos y lanzas, Átomos tontos, Motores que no hacen
ruido, Jugo de naranja, Cosas que parecen ratón, Libros negros, Cómo salir del
laberinto, La mermelada no es dinero, Flores carnívoras, El pescador y su
anzuelo, Accidentes de aviación, Cohetes que no regresaron, Exploradores que
nunca se fueron, La significación del silencio, Fútbol de ataque, 1001 salsas
de espagueti, Cómo gobernar sin ser presidente.
Ésos parecían los títulos de libros
caprichosos; sin embargo, eran nombres de secciones que, de modo muy extraño,
agrupaban distintos libros. Por ejemplo, en la sección Exploradores que nunca se fueron, había setenta y dos volúmenes
relacionados con ese curioso asunto.
Mi pariente tenía libros de los temas
más diversos. Le pregunté si había comprado algunos sobre el koala.
‒
Deben estar entre los libros de osos ‒contestó‒. No sé
cuántos son. Dejé de contarlos cuando llegué al número quinientos.
‒
¿Y los has leídos todos?
‒ Claro
que no. Una biblioteca no es para leerse entera, sino para consultarse. Aquí
los libros están por si acaso. He leído toda mi vida, pero hay muchas cosas de
las que no sé nada. Lo importante no es tenerlo todo en la cabeza sino saber
dónde encontrarlo. La diferencia entre un presumido y un sabio es que el
presumido sólo aprecia lo que ya sabe y el sabio busca lo que aún no conoce”.
Capítulo 4: Libros que
cambian de lugar.
Fragmento