sábado, 30 de diciembre de 2017

Navegar bajo dos banderas


“Al descender el canal una noche, Israel recorrió la abarrotada cubierta principal del setenta y cuatro, continuamente rozado por un millar de apresurados caminantes, como si estuviese en alguna de las calles importantes de Londres, atestada de artesanos regresando de su trabajo diario, y sus emociones fueron nuevas y dolorosas. Se encontró arrojado en la naval muchedumbre sin un solo amigo; más aún, entre enemigos, puesto que los enemigos de su país eran sus enemigos, y contra los parientes y amigos de estos mismos que le rodeaban, él mismo había alzado en una ocasión la mano fatal. El marcial ajetreo de un gran buque de guerra en su primer día lejos del puerto, resultaba indescriptiblemente discordante con su actual humor. Aquellos sonidos de la multitud humana perturbando las solemnes soledades naturales del mar, le afligían misteriosamente. Murmuró contra aquella adversidad que, tras haberle condenado a largas penas en tierra, ahora le perseguía con penurias adicionales en el piélago. […]

Avanzando entre Scilly y Cape Clear, el Sin Escrúpulos, nave que, de alguna manera, aventajaba a sus consortes, se topó, poco antes del anochecer, con un cúter de largo calado bastante próximo y con signos evidentes de encontrarse en dificultades. En ese momento no había ningún otro barco a la vista.

Maldiciendo la necesidad de detenerse en una coyuntura como aquella, con un fuerte viento regular, el oficial de cubierta apocó velas y se puso al pairo, llamando al cúter para saber cuál era el problema. Al tiempo que gritaba a la pequeña embarcación desde la elevada popa del erizado setenta y cuatro, este teniente daba la impresión de encontrarse en la cima de Gibraltar, dirigiéndose a algún campesino de las tierras bajas en su cabaña. La respuesta fue que en un inesperado fallo del viento, que estuvo cerca de hacerles zozobrar, apenas hacía una hora, el cúter había perdido a sus cuatro hombres más destacados a causa de la violenta resistencia de una botavara. Necesitaba ayuda para regresar a puerto.

Podéis contar con un hombre dijo el oficial de cubierta, malhumorado.
Entonces dejad que sea uno bueno, por amor de Dios dijo la voz desde el cúter. Necesitaría, al menos, dos.

Durante esta conversación, la curiosidad de Israel le había empujado a lanzarse escaleras arriba desde la cubierta principal, y detenerse en la pasarela superior, mirando la extraña embarcación. Mientras tanto había sido dada la orden de botar un bote. Pensando que aquella era una oportunidad favorable, se situó de tal manera que pudiese ser el primero en precipitarse en él; aunque multitud de marineros ingleses, ansiosos como él mismo ante la oportunidad de escapar del servicio extranjero, se colgaban de las cadenas del aún imperfectamente disciplinado buque de guerra. Cuando los dos últimos hombres que habían sido descendidos en el bote lo engancharon, cuando estuvo a flote, desde la pasarela, Israel se dejó caer como un cometa entre las lonas de popa, avanzó torpemente y se aferró a un remo. En un instante, todos los remeros estaban en sus puestos y con unas cuantas remadas el bote atracaba al costado del cúter.

Escoja al que quiera dijo el oficial al mando, dirigiéndose al oficial del cúter y haciendo un ademán con la mano hacia la tripulación del bote, como si fuese un lote de reses muertas de las que se ofrecía la primera opción a algún cliente. Dese prisa y elija. Siéntense, señores a los marineros. Oh, veo que tienen prisa por abandonar el servicio de su Majestad, ¿no es así? ¡Valientes tipos, ciertamente! ¿Ha elegido a su hombre?

Todo esto tenía lugar mientras los diez rostros de los ansiosos remeros miraban con mucho anhelo y actitud de súplica al oficial del cúter; cada rostro vuelto en un mismo ángulo, como activados por la misma máquina. Y así era. Por un mismo motivo.

Escojo al tipo pecoso del pelo rubio, ése señalando a Israel.

Nueve de los rostros vueltos cayeron en una honda desesperación y antes de que Israel pudiera ponerse en pie sintió un violento empujón en el trasero propinado por la punta del pie de uno de los desilusionados que quedaban a sus espaldas.

¡Salta, zopenco! exclamó el oficial del bote.

Pero Israel ya estaba a bordo. Al instante siguiente el bote y el cúter se separaron. En poco tiempo, la noche cayó, y el buque de guerra y sus consortes desaparecieron de la vista.

La cargada embarcación retomó su curso hacia el puerto más cercano, maniobrada por sólo cuatro hombres: el capitán, Israel y dos oficiales. El grumete permaneció al timón. Como único hombre a cargo del trinquete, Israel tuvo que trabajar duramente. Donde sólo hay un hombre para tres amos, ¡pobre de ese esclavo solitario!”.

Fragmento

martes, 26 de diciembre de 2017

El sentido del bien

         
“El hombre no puede producir su felicidad. No hay una mecánica de la felicidad o de la existencia. Una actividad que de ordinario me procura felicidad ‒la lectura de tal autor, escuchar cierta música‒ puede, en cualquier momento, enojarme prodigiosamente. Me voy a Londres porque ahí he pasado momentos felices, pero no se producirán espontáneamente por el solo hecho de que yo retorne, sino muy al contrario. Raymond Aron tuvo razón al escribir que los momentos perfectos no se viven simplemente por el hecho de haberlos solicitado. En eso consiste, precisamente, toda la tragedia, toda la tristeza del turismo moderno: usted conseguirá la felicidad en tal playa exótica o al contemplar aquel paisaje que le dejará sin aliento (como si la felicidad se redujese a la fuerza de la impresión más que a la placidez del sentimiento). Ciertamente, la felicidad no está «allí» y no puede construirse de semejante modo. Se produce a sí misma y, si nos lleva consigo, no podemos apuntar a ella.

     Lo que puede, lo que es y se debe poner en puntería es la felicidad de los otros. Quizás esta tampoco puede ser «producida», pero habrá siempre un deber de solicitud ‒la mayoría de las veces por interés, no hay por qué sonrojarse de ello‒ que nos conduce a obrar su felicidad con la esperanza de aligerar su existencia y ayudarla a cargar su fardo, su sufrimiento, que siempre es peor que el nuestro. Recordar esto no es invocar un comportamiento angelical. La pregunta más corriente en el lenguaje ‒ ¿cómo le va?, ¿cómo les van las cosas?‒ se dirige siempre al otro. Y cuando esa pregunta se dirige a nosotros, respondemos siempre pensando en el otro y con el objetivo de darle seguridad. Incluso cuando las cosas no van bien, respondemos «todo va bien» o «todo marcha». Es como cuando deseamos «salud» después de un estornudo. Hace tiempo se profería ese deseo de salud pues se pensaba que podía tratarse de un primer sobresalto de tuberculosis. Lo que ha quedado de esa costumbre es el automatismo que busca reconfortar al otro: todo irá bien, yo cuidaré de ello.

        La felicidad es siempre la de los otros, puesto que estamos efectivamente al servicio de hacerlos menos infelices. Kant dijo con razón que si no podemos apuntar a nuestra propia felicidad, podemos a lo sumo hacernos «dignos de ser felices» si buscamos justamente la felicidad del otro. Esta «ética» del sentido de la vida es una ética de la felicidad al mismo tiempo que una ética del deber, una ética de  la obligación y de la responsabilidad (que los filósofos cometen el craso error de separar). Esta moral no tiene que ser inventada; está presupuesta en todas partes como la condición del diálogo interior que nosotros somos. Si yo no soy sólo el lugar donde se plantea la pregunta por el sentido de la existencia, sino que también tengo que responderla aquí y ahora ‒después será muy tarde‒, es que la vida tiende a alguna sobre-vida, a algún bien. No se puede en absoluto buscar esa felicidad para uno mismo directamente o, en todo caso, eficazmente. Pero lo podemos hacer para otro, en la esperanza del otro”.

Capítulo 8 (fragmento)