“Pasaron dos o tres días con sus noches; creo que podría
decir que nadaron, de lo tranquilos, suaves y estupendos que se deslizaron. Voy
a contar cómo pasábamos el rato. Por ahí el río era monstruosamente grande:
había sitios en que medía milla y media de ancho; navegábamos de noche, y
descansábamos y nos escondíamos de día; en cuanto estaba a punto de acabar la
noche dejábamos de navegar y amarrábamos, casi siempre en el agua muerta bajo
un atracadero, y después cortábamos alamillos y sauces y escondíamos la balsa
debajo. Luego echábamos los sedales. Más adelante nos metíamos en el río a
nadar un rato, para lavarnos y refrescarnos; después nos sentábamos en la arena
del fondo, donde el agua llegaba hasta las rodillas, y esperábamos a que
llegara la luz del día. No se oía ni un ruido por ninguna parte, todo estaba en
el más absoluto silencio, como si el mundo entero se hubiera dormido, salvo
quizá a veces el canto de las ranas. Lo primero que se veía, si se miraba por
encima del agua, era una especie de línea borrosa que eran los bosques del otro
lado; no se distinguía nada más; después un punto pálido en el cielo y más
palidez que iba apareciendo, y luego el río, como blando y lejano, que ya no
era negro sino gris; se veían manchitas negras que bajaban a la deriva allá a
lo lejos: chalanas y otras barcas, y rayas blancas y negras que eran balsas; a veces
se oía el chirrido de un remo, o voces mezcladas en medio del silencio que
hacía que se oyeran los ruidos desde muy lejos; y al cabo de un rato se veía
una raya en el agua, y por el color se sabía que allí había una corriente bajo
la superficie que la rompía y que era lo que hacía aparecer aquella raya; y
entonces se ve la niebla que va flotando al levantarse del agua y el Oriente se
pone rojo, y el río, y se ve una cabaña de troncos al borde del bosque, allá en
la ribera del otro lado del río, que probablemente es un aserradero, y al lado,
los montones de madera con separaciones hechas por unos vagos, de forma que
puede pasar un perro por el medio; después aparece una bonita brisa que le
abanica a uno del otro lado, fresca y suave, que huele muy bien porque llega
del bosque y de las flores; pero a veces no es así porque alguien ha dejado
peces muertos tirados, lucios y todo eso, y huelen mucho, y después llega el
pleno día y todo sonríe al sol, y los pájaros se echan a cantar.
A esa hora no importaba hacer un poco de humo porque no se
veía, así que sacábamos los peces de los sedales y nos preparábamos un desayuno
caliente. Y después contemplábamos la soledad del río y hacíamos el vago, y
poco a poco nos íbamos quedando dormidos. Nos despertábamos, y cuando mirábamos
para averiguar por qué, a veces veíamos un barco de vapor que venía jadeando
río arriba, a tanta distancia al otro lado que lo único que se podía ver de él
era si llevaba la rueda a popa o a los costados; después, durante una hora no
había nada que oír ni que ver: sólo la soledad. Luego se veía una balsa que se
deslizaba a lo lejos, y a veces uno de los tipos de a bordo cortando leña,
porque es lo que hacen casi siempre en las balsas y se ve cómo el hacha brilla
y baja, pero no se oye nada; se ve que el hacha vuelve a subir y cuando ya ha
llegado por encima de la cabeza del
hombre entonces se oye el hachazo, que ha tardado todo ese rato en cruzar el
agua. Y así pasábamos el día, haciendo el vago, escuchando el silencio. Una vez
bajó una niebla densa y las balsas y
todo lo que pasaba hacían ruido con sartenes para que los buques de vapor no
las pasaran por alto. Una chalana o una barca pasaban tan cerca que oíamos lo
que decía la gente de a bordo, sus maldiciones y sus risas, los oíamos perfectamente,
pero no veíamos ni señal de ellos; era una sensación muy rara, como si fuesen
espíritus hablando en el aire. Jim dijo que creía que lo eran, pero yo dije:
'–No; los espíritus no dirían: «Maldita sea la maldita niebla».'”
Capítulo 19 (fragmento)