sábado, 26 de agosto de 2017

La calle de los Espejos


“Debía de ser medianoche pasada. Se sumergió en un sueño salvaje y de uno pasaba a otro; todas las humillaciones que había experimentado en su vida; lo penoso y atemorizante se habían dado cita, tenía que pasar otra vez por todas las situaciones equívocas y torcidas de su infancia y adolescencia. Mientras tanto Romana huía delante de él, vestida con ropas extrañas, medio de campesina, medio de ciudad, iba descalza debajo de una falda de brocado negra con pliegues; estaban en Viena, en la bulliciosa calle de los Espejos, muy cerca de las casa de sus padres. Angustiado la seguía y al mismo tiempo tenía que ocultar, temeroso, esta persecución. Ella se abría paso en medio de la gente, volviendo hacía él su rostro leñoso y contraído. Con las prisas los vestidos se le habían roto y caído en desorden. De repente desapareció en un pasaje, él detrás, tanto como le permitía su pie izquierdo, que era infinitamente pesado y que una y otra vez se quedaba atrapado en las ranuras de los adoquines. Ahora por fin también él estaba en el pasaje, pero tenía que caminar con lentitud sin que le fuesen ahorrados unos encuentros terribles. Una mirada que más que ninguna otra había temido de niño lo atravesó, la mirada de su primer catequista con su temida mano pequeña y obesa que lo tocaba, el rostro repulsivo de un niño que, en las tardes sentados en la escalera de servicio, le contaba cosas que él no quería escuchar, se pegaba a su mejilla y al empujarlo con esfuerzo hacia un lado, delante de la puerta por la que tenía que seguir a Romana se encontró con un ser que avanzaba hacia él: era el gato al que en una ocasión había partido el espinazo con un pértigo de carro y que en todo este tiempo no había podido morir: ¡así que no había muerto después de tantos años! Ve el pasillo de los años delante de él, su padre con un rostro que de gris va pasando a blanco y la cara de la madre más flácida y cada vez más pálida… Arrastrándose con el espinazo partido como una serpiente, el gato se le acerca y él teme más que nada su expresión al mirarle. No hay nada que hacer, tiene que pasar por encima de él, con indescriptible suplicio levanta el pesado pie izquierdo por encima del animal cuya espalda sin cesar sube y baja serpenteante, cuando desde abajo le alcanza la mirada de la cabeza girada del gato, la redondez de la cabeza del gato, un rostro a la vez gatuno y perruno, lleno de voluptuosidad y penas agónicas en espantosa mezcla; quiere gritar, cuando a la vez se oye un grito dentro de la habitación: tiene que buscar su camino a través del armario repleto de ropa de los padres, los gritos son cada vez más atroces, como los de un ser vivo al que un asesino está despachando. Es Romana y no la puede ayudar, son demasiados vestidos raídos […]”.

Fragmento   

Prófugos

“Pasaron dos o tres días con sus noches; creo que podría decir que nadaron, de lo tranquilos, suaves y estupendos que se deslizaron. Voy a contar cómo pasábamos el rato. Por ahí el río era monstruosamente grande: había sitios en que medía milla y media de ancho; navegábamos de noche, y descansábamos y nos escondíamos de día; en cuanto estaba a punto de acabar la noche dejábamos de navegar y amarrábamos, casi siempre en el agua muerta bajo un atracadero, y después cortábamos alamillos y sauces y escondíamos la balsa debajo. Luego echábamos los sedales. Más adelante nos metíamos en el río a nadar un rato, para lavarnos y refrescarnos; después nos sentábamos en la arena del fondo, donde el agua llegaba hasta las rodillas, y esperábamos a que llegara la luz del día. No se oía ni un ruido por ninguna parte, todo estaba en el más absoluto silencio, como si el mundo entero se hubiera dormido, salvo quizá a veces el canto de las ranas. Lo primero que se veía, si se miraba por encima del agua, era una especie de línea borrosa que eran los bosques del otro lado; no se distinguía nada más; después un punto pálido en el cielo y más palidez que iba apareciendo, y luego el río, como blando y lejano, que ya no era negro sino gris; se veían manchitas negras que bajaban a la deriva allá a lo lejos: chalanas y otras barcas, y rayas blancas y negras que eran balsas; a veces se oía el chirrido de un remo, o voces mezcladas en medio del silencio que hacía que se oyeran los ruidos desde muy lejos; y al cabo de un rato se veía una raya en el agua, y por el color se sabía que allí había una corriente bajo la superficie que la rompía y que era lo que hacía aparecer aquella raya; y entonces se ve la niebla que va flotando al levantarse del agua y el Oriente se pone rojo, y el río, y se ve una cabaña de troncos al borde del bosque, allá en la ribera del otro lado del río, que probablemente es un aserradero, y al lado, los montones de madera con separaciones hechas por unos vagos, de forma que puede pasar un perro por el medio; después aparece una bonita brisa que le abanica a uno del otro lado, fresca y suave, que huele muy bien porque llega del bosque y de las flores; pero a veces no es así porque alguien ha dejado peces muertos tirados, lucios y todo eso, y huelen mucho, y después llega el pleno día y todo sonríe al sol, y los pájaros se echan a cantar.

        A esa hora no importaba hacer un poco de humo porque no se veía, así que sacábamos los peces de los sedales y nos preparábamos un desayuno caliente. Y después contemplábamos la soledad del río y hacíamos el vago, y poco a poco nos íbamos quedando dormidos. Nos despertábamos, y cuando mirábamos para averiguar por qué, a veces veíamos un barco de vapor que venía jadeando río arriba, a tanta distancia al otro lado que lo único que se podía ver de él era si llevaba la rueda a popa o a los costados; después, durante una hora no había nada que oír ni que ver: sólo la soledad. Luego se veía una balsa que se deslizaba a lo lejos, y a veces uno de los tipos de a bordo cortando leña, porque es lo que hacen casi siempre en las balsas y se ve cómo el hacha brilla y baja, pero no se oye nada; se ve que el hacha vuelve a subir y cuando ya ha llegado por encima de  la cabeza del hombre entonces se oye el hachazo, que ha tardado todo ese rato en cruzar el agua. Y así pasábamos el día, haciendo el vago, escuchando el silencio. Una vez bajó una  niebla densa y las balsas y todo lo que pasaba hacían ruido con sartenes para que los buques de vapor no las pasaran por alto. Una chalana o una barca pasaban tan cerca que oíamos lo que decía la gente de a bordo, sus maldiciones y sus risas, los oíamos perfectamente, pero no veíamos ni señal de ellos; era una sensación muy rara, como si fuesen espíritus hablando en el aire. Jim dijo que creía que lo eran, pero yo dije: '–No; los espíritus no dirían: «Maldita sea la maldita niebla».'”

                                                                                                Capítulo 19 (fragmento)

jueves, 10 de agosto de 2017

La pantalla de Hal


“Vivimos en un mundo de fronteras e identidades fluidas. Los lentos movimientos de migración y conquista que dieron forma a la tierra durante miles de años son ahora cien veces más rápidos, de modo que, como en una película acelerada, nada ni nadie parece permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Apegados a un determinado lugar por nuestro nacimiento, por lazos de sangre, por afectos aprendidos o necesidades creadas, renunciamos, o se nos obliga a renunciar, a esos apegos y adquirimos nuevas lealtades y devociones, que cambiarán a su vez, unas veces hacia atrás, otras hacia adelante, alejándonos de un centro imaginado. Estos movimientos provocan ansiedad, individual y social. Individual, porque nuestra identidad cambia con esos desplazamientos. Abandonamos nuestro hogar por fuerza o por elección, como exiliados y refugiados o como inmigrantes o viajeros, amenazados o perseguidos en nuestra patria o meramente atraídos por otros paisajes y otras civilizaciones. Social, porque si nos quedamos, el lugar que llamamos nuestra tierra cambia. La llegada de nuevas culturas, los estragos causados por la guerra o por las transformaciones industriales, las divisiones políticas o reagrupaciones étnicas, las estrategias de las multinacionales y el comercio global hacen imposible aferrarse durante mucho tiempo a una definición compartida de nacionalidad. Y si la terrible pregunta que la Oruga hace a Alicia en el País de las Maravillas siempre ha sido difícil de contestar, hoy, en nuestro universo caleidoscópico, ha llegado a ser tan problemática que casi carece de significado: '¿Quién eres tú?'. […]

       Podemos encontrar respuestas o, mejor dicho, preguntas mejor formuladas, en algunas historias como las mencionadas en estas páginas. Pero ninguna de ellas, ni siquiera la mejor o la más verdadera, puede salvarnos de nuestra propia locura. Los relatos no pueden protegernos del sufrimiento o del error, de las catástrofes naturales o artificiales o de nuestra propia codicia suicida. Lo único que puede hacer a veces, por razones imposibles de prever, es hablarnos de esa locura y esa codicia y recordarnos que debemos mantenernos alerta frente a las tecnologías cada vez más perfeccionadas. Los relatos pueden ofrecer consuelo frente al sufrimiento y palabras para dar nombre a nuestras experiencias. La ficción pueden decirnos quiénes somos y qué son esos relojes de arena a través de los cuales nos deslizamos, y puede también sugerirnos formas de imaginar un futuro que, sin exigir un final feliz, pueden ofrecernos alguna manera de permanecer vivos, juntos, en esta tierra maltratada”.


Fragmento