“Debía de ser medianoche pasada. Se sumergió en un sueño
salvaje y de uno pasaba a otro; todas las humillaciones que había experimentado
en su vida; lo penoso y atemorizante se habían dado cita, tenía que pasar otra
vez por todas las situaciones equívocas y torcidas de su infancia y
adolescencia. Mientras tanto Romana huía delante de él, vestida con ropas
extrañas, medio de campesina, medio de ciudad, iba descalza debajo de una falda
de brocado negra con pliegues; estaban en Viena, en la bulliciosa calle de los
Espejos, muy cerca de las casa de sus padres. Angustiado la seguía y al mismo
tiempo tenía que ocultar, temeroso, esta persecución. Ella se abría paso en
medio de la gente, volviendo hacía él su rostro leñoso y contraído. Con las
prisas los vestidos se le habían roto y caído en desorden. De repente
desapareció en un pasaje, él detrás, tanto como le permitía su pie izquierdo,
que era infinitamente pesado y que una y otra vez se quedaba atrapado en las
ranuras de los adoquines. Ahora por fin también él estaba en el pasaje, pero
tenía que caminar con lentitud sin que le fuesen ahorrados unos encuentros
terribles. Una mirada que más que ninguna otra había temido de niño lo
atravesó, la mirada de su primer catequista con su temida mano pequeña y obesa
que lo tocaba, el rostro repulsivo de un niño que, en las tardes sentados en la
escalera de servicio, le contaba cosas que él no quería escuchar, se pegaba a
su mejilla y al empujarlo con esfuerzo hacia un lado, delante de la puerta por
la que tenía que seguir a Romana se encontró con un ser que avanzaba hacia él:
era el gato al que en una ocasión había partido el espinazo con un pértigo de
carro y que en todo este tiempo no había podido morir: ¡así que no había muerto
después de tantos años! Ve el pasillo de los años delante de él, su padre con
un rostro que de gris va pasando a blanco y la cara de la madre más flácida y
cada vez más pálida… Arrastrándose con el espinazo partido como una serpiente,
el gato se le acerca y él teme más que nada su expresión al mirarle. No hay
nada que hacer, tiene que pasar por encima de él, con indescriptible suplicio
levanta el pesado pie izquierdo por encima del animal cuya espalda sin cesar
sube y baja serpenteante, cuando desde abajo le alcanza la mirada de la cabeza
girada del gato, la redondez de la cabeza del gato, un rostro a la vez gatuno y
perruno, lleno de voluptuosidad y penas agónicas en espantosa mezcla; quiere
gritar, cuando a la vez se oye un grito dentro de la habitación: tiene que
buscar su camino a través del armario repleto de ropa de los padres, los gritos
son cada vez más atroces, como los de un ser vivo al que un asesino está
despachando. Es Romana y no la puede ayudar, son demasiados vestidos raídos […]”.
Fragmento