“La muchacha, el hombre, el león y el gallo se quedaron inmóviles;
parecía que la belleza de lo que contemplaban los había convertido en estatuas.
Por el este, donde estaba el mar y por donde habría de salir el sol, la luz se
acercaba con sigilo tratando de internarse en el bosque como una neblina, y a
medida que aumentaba la claridad lo hacía también el ruido del mar. De pronto,
la luz pareció tomar forma. Dentro de ella había sombras que se movían,
constituidas por otra luz aún más brillante. Eran cientos de caballos blancos a
galope, con largas y sueltas crines y elegantes cuellos curvados como los de
los caballos de ajedrez que había en la sala de estar. Sus cuerpos, que
avanzaban a la velocidad de la luz, estaban hechos de una materia más etérea
que la del arco iris. A pesar de todo, se veían sus siluetas recortadas
nítidamente contra el fondo negro de los árboles… Eran los caballos marinos
que, tal como le había explicado el párroco a María, entraban en tierra a
galope, un alegre galope que anunciaba el alba.
Ya estaban casi sobre ellos: el mar
les bramaba en los oídos y la luminosidad los cegaba. Coq Noir exhaló un grito
de terror y se tapó la cabeza con un brazo, pero María, aunque tuvo que cerrar
los ojos a causa del resplandor, se rió de pura emoción porque sabía que los
caballos no les harían daño y tan sólo pasarían por encima de ellos como un haz
de luz o como el arco iris.
Y así sucedió. Hubo un instante de
indescriptible frescura y júbilo, como cuando rompe una ola contra el cuerpo.
Luego, en la distancia, se fue apagando el ruido del mar, y cuando abrieron los ojos, percibieron tan sólo
la débil y fantasmal luz grisácea que no les mostraba otra cosa que la forma de
los árboles y el contorno de las caras. Los caballos blancos se habían ido…
todos, salvo uno.
Lo vieron al mismo tiempo, bajo un
enorme pino que tenían a la derecha, como si se hubiera detenido en mitad de su
escapada, un poco vuelto hacia ellos, con el cuello orgullosamente arqueado y
levantada una de sus delicadas pezuñas con herradura de plata. Después él
también se fue, y no quedó en el bosque otra claridad que la del alba, que
aumentaba poco a poco”.
Fragmento