“La siguiente vez que vi a la Joven de las Naranjas fue en
Nochebuena, […] justo en Nochebuena. Y esa vez hablé con ella de verdad. Bueno,
al menos intercambiamos algunas palabras.
En aquella época compartía un pequeño
piso en el barrio de Adamstuen con un compañero de la facultad llamado Gunnar.
Pero iba a pasar la Nochebuena en mi casa de Humleveien con mi familia,
compuesta sólo por mis padres y mi hermano, es decir, tu tío Einar, cuatro años
menor que yo. Aquel invierno él estudiaba el último curso de la enseñanza
obligatoria. […]
Casi había perdido la esperanza de
volver a ver a las Joven de las Naranjas […]. De repente decidí asistir a la
misa de Navidad […]. Seguía tan embaucado por la misteriosa joven que me
imaginaba que tal vez fuera a misa antes de ir a cenar con la gente con la que
celebraría la Navidad. (¿Quiénes serían?) Llegué a la conclusión de que lo más
probable era que la vería en la catedral, o lo menos improbable, para ser más
preciso. […]
El cuento de la Joven de las Naranjas
es como la historia de una lotería gigantesca en la que sólo son visibles los
boletos premiados. Piensa en todos los boletos de la Loto que se rellenan en el
transcurso de una semana. Intenta imaginártelos en una enorme habitación, tal
vez necesites un gimnasio entero. Y entonces, por un espectacular truco de
magia, todos los boletos que no tienen un premio de más de un millón de coronas
desaparecen sin más. Después de eso no quedarán muchas boletas en el gimnasio.
¡Y sin embargo en los periódicos sólo leemos sobre ellos!
Estamos tras la huella de la Joven de
las Naranjas, nos hemos enganchado a ella, pues de ella, y solamente de ella
trata esta historia. Por lo tanto, podemos olvidarnos de todo lo demás por
ahora. Borramos a todos los demás seres humanos de la ciudad. Metemos a todas
las demás mujeres entre paréntesis. Así de sencillo.
No la veo hasta que me encuentro
dentro de la iglesia, la descubro de repente mientras el organista está tocando
un preludio de Bach. Siento escalofríos, sudo. La Joven de las Naranjas está
sentada al otro lado del pasillo central, no puede tratarse de otra, y en una
ocasión durante la misa se vuelve para mirar hacia arriba al coro, que canta
una de las canciones de Navidad. […] Viste un abrigo negro y lleva el pelo
recogido en la nuca con un gran pasador que parece de plata, pues sí, es de
plata pura, como la del cuento, tal vez la haya labrado uno de los siete
enanitos que salvaron la vida a Blancanieves. […]
No oigo lo que dice el pastor, pero
supongo que habla de María, José y el Niño Jesús, faltaría más. Se dirige a los
niños, eso me gusta, la Nochebuena pertenece a los niños. Lo único que hago es
esperar a que acabe la misa. Concluye la música, la congregación se levanta de
los bancos, y debo procurar a toda costa que la Joven de las Naranjas salga de
la iglesia antes que yo. Pasa por delante de mi banco y hace un gesto con la
cabeza, aunque no sé si se fija en mí. Pero está sola, y es aún más hermosa de
lo que la recordaba. Es como si todo el resplandor navideño se hubiera
concentrado en una sola mujer.
¡Ah! Sólo yo sé que esta chica es una
auténtica Joven de las Naranjas, que además está repleta de tentadores
secretos. Sé que procede de un cuento muy diferente, con reglas muy distintas a
las que rigen aquí. Sé que es una espía en nuestra realidad. […] Esto es una
locura, me digo, hasta ahí llego a pensar con sensatez. Pero es Nochebuena.
Aunque el tiempo de los milagros ya pasó, nos queda al menos un día mágico, un
día en el que todo puede suceder. Todo. Noche de paz. Noche de amor, y la Joven
de las Naranjas revolotea por las calles de Oslo como si nada. […] La adelanto
un paso, me vuelvo y digo alegremente: «¡Feliz Navidad!» Es obvio que se
sobresalta, o hace como si se sobresaltara, eso nunca puede saberse. Esboza una
vaga sonrisa. No tiene aspecto de espía. Tiene aspecto de una chica por la que
yo daría cualquier cosa por conocer mejor. Contesta: «¡Feliz Navidad!»”.
Fragmento