jueves, 8 de noviembre de 2018

Disfraz de inmortalidad


“Vivió aún durante algunos años en un círculo muy reducido o, mejor dicho, en la sola compañía de una anciana y piadosa dama, que residía con él en la misma casa y se mantenía con unas escasas rentas. […] Por un motivo nimio volvió a recaer en una grave enfermedad y el médico le anunció la muerte. Escuchó su sentencia sin aversión, tan sólo deseaba volver a ver a su linda amiga. Envió a su casa a su sirviente, el cual antaño, en tiempos más felices, le había traído más de una respuesta favorable. Él le rogó, ella lo rechazó. Lo envió por segunda vez para suplicarle; ella insistió en su determinación. Finalmente, era ya entrada la noche, lo envió por tercera vez; ella se conmovió y me confió su apuro, pues precisamente yo había ido ahí a cenar con el marqués y algunos otros amigos. La aconsejé y le rogué que le mostrara al amigo el último servicio de amor; ella pareció indecisa, pero tras algunas reflexiones se recobró. Envió al sirviente con una respuesta negativa y este no regresó.

        Tras la cena estábamos sentados conversando confidencialmente y todos estábamos alegres y de buen humor. Era cosa de medianoche cuando de repente se dejó oír una voz lastimera, apremiante, angustiosa y prolongada. Nos asustamos, nos miramos unos a otros y a nuestro alrededor, preguntándonos qué era lo que nos iba a deparar aquel lance. La voz parecía resonar en las paredes, como si saliese del centro de la habitación. El marqués se puso en pie y de un salto se dirigió a la ventana, y los demás nos encargamos de la bella dama que yacía allí desmayada. Poco a poco fue volviendo en sí. El celoso y rudo italiano, apenas vio que volvía a abrir los ojos, le hizo amargos reproches:

       ‒ Si conviene usted señales con sus amigos dijo, procure que sean menos llamativas y menos pesadas.

        Ella le respondió con su habitual presencia de ánimo que, puesto que tenía derecho a ver en su casa a cualquiera en cualquier momento, difícilmente elegiría tonos tan tristes y espantosos como preparación de agradables horas.

        Y, ciertamente, el tono tenía algo increíblemente pavoroso. Todos teníamos en el cuerpo, sí, en todos los miembros, sus inflexiones largas y retumbantes. La joven dama estaba pálida, descompuesta y próxima a desmayarse; por eso tuvimos que quedarnos con ella la mitad de la noche. No volvió a oírse nada. A la noche siguiente el mismo grupo, no tan alegre como días anteriores, pero casi lo suficiente y… a la misma hora, el mismo sonido poderoso y terrible.

       Entretanto nosotros habíamos hecho infinitas conjeturas y agotado nuestras sospechas, acerca de la naturaleza del grito y su procedencia. ¿Qué más puedo decir? Tantas veces como ella comía en casa, se dejaba oír a la misma hora y, por cierto, tal como podía observarse, a veces más fuerte, a veces más débil. […] Pero tampoco fuera de casa estaba completamente a resguardo de aquel malvado acompañante. Sus atractivos le habían abierto las puertas de las casas más importantes. Era bien recibida en todas partes por ser una buena conversadora y, para eludir al malvado huésped, se había acostumbrado a pasar las noches fuera de casa.

       Un hombre, respetable por su edad y su posición, la llevó una noche a casa en su coche. Cuando se despide de ella delante de su puerta, el sonido se deja oír entre los dos, y se llevan en su coche a ese hombre, que conocía la historia tan bien como otros miles, más muerto que vivo.

        En otra ocasión, un joven tenor, que no parecía desagradarle, cruza con ella la ciudad de noche para ir a visitar a una amiga. Él había oído hablar de esos extraños fenómenos y dudaba, como joven valiente, de un prodigio tal. Hablaron del asunto.

       ‒ Yo también desearía dijo oír la voz de su acompañante invisible; ¡invóquelo, somos dos y no tenemos nada que temer!

        No sé qué le indujo a ello, si aturdimiento u osadía: en definitiva, llama al espíritu y al momento surge en medio del coche el estridente sonido, con toda su fuerza se deja oír rápidamente tres veces seguidas y desaparece con un lastimero eco. Ante la casa de su amiga hallaron a ambos desmayados en el coche, con mucho esfuerzo se logró hacerles volver en sí y se escuchó lo que les había acontecido”.

Fragmento

lunes, 5 de noviembre de 2018

Rusia Clásica



“A comienzos del siglo XIX todo hombre libre es poeta en Rusia. En los liceos, las universidades, las academias militares no hay un joven que no versifique. Nadie que se precie de ser alguien puede dejar de pertenecer a un club literario. En un clima de saturación cultural, incertidumbre y exasperaciones comienza a surgir la verdadera gran literatura. Hay un nombre fundamental en ese período, el de Alexander Griboyedov, personaje notable, uno de los más lúcidos representantes del pensamiento ilustrado en los círculos de Moscú y Petersburgo, autor de una obra única, La tragedia de tener talento, pieza dramática destinada a ejercer una amplia influencia en todo el país. Su protagonista, el joven Chatski, ha tenido hasta el día de hoy una amplia legión de seguidores. Chatski es un impugnador de las costumbres de su tiempo, del atraso político, de la inmoralidad reinante, más que nada de la falsedad y la mentira. Los círculos dominantes de la sociedad lo califican de demente. Asqueado de su mundo, Chatski prefiere marginarse y vivir como un misántropo. La comedia de Griboyedov no pudo publicarse ni representarse en vida del autor. Sin embargo, todos los jóvenes de su época la conocían de memoria; algunos, Lermontov, por ejemplo, parecían adecuar su conducta personal a la del personaje central. […]

          En los ochenta años que comprende el período clásico de la novela rusa se creó y desarrolló uno de los más portentosos movimientos narrativos de la literatura universal. En las condiciones menos propicias surgió la novela, alcanzó su plenitud y logró ampliar los límites del género. La novela rusa no se conformó con ser obra de ficción; fue a la vez ensayo político, indagación moral, interpretación de la historia, tratado filosófico. […]

          «El alma sufre, el alma está enferma, el alma se recupera». Según Virginia Woolf son las pulsaciones del alma lo que nos interesa en la novela rusa, no el destino de sus personajes. El alma es el protagonista verdadero. ¡Y qué cantidad de alma se encuentra allí en estado puro! Cualquier novela, abierta al azar, nos entregará pasajes preciosos de ese temblor espiritual. Me basta citar un pasaje de Los hermanos Karamazov, de Dostoievski. Dimitri Karamazov despierta en el juzgado durante uno de los descansos del juicio que se le sigue, acusado de haber asesinado a su padre:

          «‒ ¿Qué? ¿Dónde? exclamó, abriendo los ojos, sentándose en el arca, como si volviera de un desmayo, sonriendo brillantemente. Nikolai Parfenovich estaba de pie, a su lado, y le decía que escuchara la lectura en voz alta del acta, y que la firmara luego. Dimitri supuso que se había quedado durante más de una hora dormido, pero no oyó bien lo que le decía Nikolai Parfenovich. De pronto, le sorprendió descubrir el hecho de que tenía una almohada bajo la cabeza, que no se encontraba ahí cuando se había acostado, extenuado, sobre el arca.

          ¿Quién puso esta almohada bajo mi cabeza? ¿Quién fue tan bondadoso? exclamó, con una especie de arrebatada gratitud, y lágrimas en la voz, como si se le hubiese hecho una tremenda bondad.

      Nunca supo quién había sido el hombre bondadoso, quizás uno de los campesinos que fungían como testigos, o el pequeño secretario de Nikolai Parfenovich compasivamente había pensado en poner una almohada debajo de su cabeza, pero toda su alma se estremecía en lágrimas. Se acercó a la mesa y dijo que firmaría todo lo que quisieran.

          He tenido un hermoso sueño, caballeros dijo con voz extraña, con una nueva luz, como de alegría, en su rostro».

         «Por un momento», apunta E. M. Forster al referirse a ese fragmento, «sentimos que el universo entero necesita piedad y amor. Los personajes representan algo más que ellos mismos». Tal vez eso hace de la novela rusa del período clásico un fenómeno diferente a la del resto del mundo”.

La casa de la tribu (fragmento)