“Vivió aún durante
algunos años en un círculo muy reducido o, mejor dicho, en la sola compañía de
una anciana y piadosa dama, que residía con él en la misma casa y se mantenía
con unas escasas rentas. […] Por un motivo
nimio volvió a recaer en una grave enfermedad y el médico le anunció la muerte.
Escuchó su sentencia sin aversión, tan sólo deseaba volver a ver a su linda
amiga. Envió a su casa a su sirviente, el cual antaño, en tiempos más felices,
le había traído más de una respuesta favorable. Él le rogó, ella lo rechazó. Lo
envió por segunda vez para suplicarle; ella insistió en su determinación.
Finalmente, era ya entrada la noche, lo envió por tercera vez; ella se conmovió
y me confió su apuro, pues precisamente yo había ido ahí a cenar con el marqués
y algunos otros amigos. La aconsejé y le rogué que le mostrara al amigo el
último servicio de amor; ella pareció indecisa, pero tras algunas reflexiones
se recobró. Envió al sirviente con una respuesta negativa y este no regresó.
Tras la cena estábamos sentados
conversando confidencialmente y todos estábamos alegres y de buen humor. Era
cosa de medianoche cuando de repente se dejó oír una voz lastimera, apremiante,
angustiosa y prolongada. Nos asustamos, nos miramos unos a otros y a nuestro
alrededor, preguntándonos qué era lo que nos iba a deparar aquel lance. La voz
parecía resonar en las paredes, como si saliese del centro de la habitación. El
marqués se puso en pie y de un salto se dirigió a la ventana, y los demás nos
encargamos de la bella dama que yacía allí desmayada. Poco a poco fue volviendo
en sí. El celoso y rudo italiano, apenas vio que volvía a abrir los ojos, le
hizo amargos reproches:
‒
Si conviene usted señales con sus amigos ‒dijo‒,
procure que sean menos llamativas y menos pesadas.
Ella le respondió con su habitual
presencia de ánimo que, puesto que tenía derecho a ver en su casa a cualquiera en
cualquier momento, difícilmente elegiría tonos tan tristes y espantosos como
preparación de agradables horas.
Y, ciertamente, el tono tenía
algo increíblemente pavoroso. Todos teníamos en el cuerpo, sí, en todos los
miembros, sus inflexiones largas y retumbantes. La joven dama estaba pálida,
descompuesta y próxima a desmayarse; por eso tuvimos que quedarnos con ella la
mitad de la noche. No volvió a oírse nada. A la noche siguiente el mismo grupo,
no tan alegre como días anteriores, pero casi lo suficiente y… a la misma hora,
el mismo sonido poderoso y terrible.
Entretanto nosotros
habíamos hecho infinitas conjeturas y agotado nuestras sospechas, acerca de la
naturaleza del grito y su procedencia. ¿Qué más puedo decir? Tantas veces como
ella comía en casa, se dejaba oír a la misma hora y, por cierto, tal como podía
observarse, a veces más fuerte, a veces más débil. […] Pero tampoco fuera de casa estaba
completamente a resguardo de aquel malvado acompañante. Sus atractivos le
habían abierto las puertas de las casas más importantes. Era bien recibida en
todas partes por ser una buena conversadora y, para eludir al malvado huésped,
se había acostumbrado a pasar las noches fuera de casa.
Un hombre, respetable por su edad
y su posición, la llevó una noche a casa en su coche. Cuando se despide de ella
delante de su puerta, el sonido se deja oír entre los dos, y se llevan en su
coche a ese hombre, que conocía la historia tan bien como otros miles, más
muerto que vivo.
En otra ocasión, un joven tenor,
que no parecía desagradarle, cruza con ella la ciudad de noche para ir a
visitar a una amiga. Él había oído hablar de esos extraños fenómenos y dudaba,
como joven valiente, de un prodigio tal. Hablaron del asunto.
‒ Yo también desearía ‒dijo‒
oír la voz de su acompañante invisible; ¡invóquelo, somos dos y no tenemos nada
que temer!
No sé qué le indujo a
ello, si aturdimiento u osadía: en definitiva, llama al espíritu y al momento
surge en medio del coche el estridente sonido, con toda su fuerza se deja oír
rápidamente tres veces seguidas y desaparece con un lastimero eco. Ante la casa
de su amiga hallaron a ambos desmayados en el coche, con mucho esfuerzo se
logró hacerles volver en sí y se escuchó lo que les había acontecido”.
Fragmento