“Otras
preocupaciones más importantes la trastornaban: su gran serpiente pitón, la
Pitón negra, languidecía; y la serpiente era para los cartagineses un fetiche a
la vez nacional y particular. La creían hija del limo de la tierra, puesto que
emerge de sus profundidades y no necesita pies para recorrerla; su modo de
andar recordaba las ondulaciones de los ríos, su temperatura las antiguas
tinieblas viscosas llenas de fecundidad, y la órbita que describe al morderse
la cola el conjunto de los planetas […].
La
de Salammbó ya había rechazado varias veces los cuatro gorriones vivos que le
presentaban en el plenilunio y en cada luna nueva. Su hermosa piel, cubierta
como el firmamento de manchas doradas sobre un fondo totalmente negro, se había
vuelto amarilla flácida, rugosa y demasiado ancha para su cuerpo; un moho
algodonoso se extendía alrededor de su cabeza; y en el ángulo de sus párpados,
se apreciaban puntitos rojos que parecían moverse. De vez en cuando Salammbó se
acercaba a su cestilla de hilos de plata; separaba la cortina de púrpura, las
hojas de loto, el plumón de ave; la serpiente estaba continuamente enrollada
sobre sí misma, más inmóvil que una liana marchita; y, a fuerza de mirarla,
Salammbó acababa por sentir en su corazón como una espiral, como otra serpiente
que poco a poco le subía a la garganta y la estrangulaba. […]
Salammbó
casi siempre estaba acurrucada en el fondo de su habitación sosteniendo con las
manos la pierna izquierda doblada, la boca entreabierta, cabizbaja, y
meditabunda, con la mirada fija. Recordaba con espanto la cara de su padre;
quería irse a las montañas de Fenicia, de peregrinación al templo de Aphaka,
donde Tanit bajó en forma de estrella. Toda clase de fantasías la atraía, la
asustaba; por otra parte, se veía rodeada de una soledad que iba en aumento. […]
Por
fin, hastiada de sus pensamientos, se levantaba, y, arrastrando sus pequeñas
sandalias, cuyas suelas chasqueaban contra el talón a cada paso que daba,
paseaba sin rumbo por la gran habitación silenciosa. Las amatistas y los
topacios del techo hacían temblar aquí y allí manchas luminosas, y Salammbó,
sin pararse, volvía un poco la cabeza para verlas. Iba a coger por el cuello
las ánforas colgadas; se refrescaba el pecho con amplios abanicos, o bien se
entretenía en quemar cinamomo en perlas ahuecadas. A la puesta del sol, Taanach
retiraba los rombos de fieltro negro que tapaban las aberturas de la muralla;
entonces sus palomas oliendo a almizcle como las palomas de Tanit, entraban de
repente, y sus patas rosas resbalaban sobre las losas de vidrio entre los
granos de cebada que ella les echaba a puñados, como un sembrador en un campo.
Pero de pronto estallaba en sollozos, y permanecía tendida en la gran cama
hecha de correas de buey, inmóvil, repitiendo continuamente la misma palabra,
con los ojos abiertos, pálida como una muerta, insensible, fría; y sin embargo
oía el grito de los monos en las copas de palmeras, junto con el continuo
chirrido de la gran noria que, a través de los pisos, llevaba una oleada de
agua pura a la pila de pórfido.
A
veces, durante varios días, no quería comer. Veía en sueños pasar bajo sus pies
oscuros astros. Llamaba a Schahabarim, y, cuando éste había llegado, no tenía nada que decirle.
No
podía vivir sin el consuelo de su presencia. Pero se revelaba interiormente
contra aquella especie de dominación; y sentía por el sacerdote al mismo tiempo
terror, celos, odio y una especie de amor, en correspondencia con la singular
voluptuosidad que encontraba a su lado”.
Capítulo
X (fragmento)