jueves, 7 de junio de 2018

La serpiente interior



“Otras preocupaciones más importantes la trastornaban: su gran serpiente pitón, la Pitón negra, languidecía; y la serpiente era para los cartagineses un fetiche a la vez nacional y particular. La creían hija del limo de la tierra, puesto que emerge de sus profundidades y no necesita pies para recorrerla; su modo de andar recordaba las ondulaciones de los ríos, su temperatura las antiguas tinieblas viscosas llenas de fecundidad, y la órbita que describe al morderse la cola el conjunto de los planetas […].

La de Salammbó ya había rechazado varias veces los cuatro gorriones vivos que le presentaban en el plenilunio y en cada luna nueva. Su hermosa piel, cubierta como el firmamento de manchas doradas sobre un fondo totalmente negro, se había vuelto amarilla flácida, rugosa y demasiado ancha para su cuerpo; un moho algodonoso se extendía alrededor de su cabeza; y en el ángulo de sus párpados, se apreciaban puntitos rojos que parecían moverse. De vez en cuando Salammbó se acercaba a su cestilla de hilos de plata; separaba la cortina de púrpura, las hojas de loto, el plumón de ave; la serpiente estaba continuamente enrollada sobre sí misma, más inmóvil que una liana marchita; y, a fuerza de mirarla, Salammbó acababa por sentir en su corazón como una espiral, como otra serpiente que poco a poco le subía a la garganta y la estrangulaba. […]

Salammbó casi siempre estaba acurrucada en el fondo de su habitación sosteniendo con las manos la pierna izquierda doblada, la boca entreabierta, cabizbaja, y meditabunda, con la mirada fija. Recordaba con espanto la cara de su padre; quería irse a las montañas de Fenicia, de peregrinación al templo de Aphaka, donde Tanit bajó en forma de estrella. Toda clase de fantasías la atraía, la asustaba; por otra parte, se veía rodeada de una soledad que iba en aumento. […]

Por fin, hastiada de sus pensamientos, se levantaba, y, arrastrando sus pequeñas sandalias, cuyas suelas chasqueaban contra el talón a cada paso que daba, paseaba sin rumbo por la gran habitación silenciosa. Las amatistas y los topacios del techo hacían temblar aquí y allí manchas luminosas, y Salammbó, sin pararse, volvía un poco la cabeza para verlas. Iba a coger por el cuello las ánforas colgadas; se refrescaba el pecho con amplios abanicos, o bien se entretenía en quemar cinamomo en perlas ahuecadas. A la puesta del sol, Taanach retiraba los rombos de fieltro negro que tapaban las aberturas de la muralla; entonces sus palomas oliendo a almizcle como las palomas de Tanit, entraban de repente, y sus patas rosas resbalaban sobre las losas de vidrio entre los granos de cebada que ella les echaba a puñados, como un sembrador en un campo. Pero de pronto estallaba en sollozos, y permanecía tendida en la gran cama hecha de correas de buey, inmóvil, repitiendo continuamente la misma palabra, con los ojos abiertos, pálida como una muerta, insensible, fría; y sin embargo oía el grito de los monos en las copas de palmeras, junto con el continuo chirrido de la gran noria que, a través de los pisos, llevaba una oleada de agua pura a la pila de pórfido.

A veces, durante varios días, no quería comer. Veía en sueños pasar bajo sus pies oscuros astros. Llamaba a Schahabarim, y, cuando éste había llegado,  no tenía nada que decirle.

No podía vivir sin el consuelo de su presencia. Pero se revelaba interiormente contra aquella especie de dominación; y sentía por el sacerdote al mismo tiempo terror, celos, odio y una especie de amor, en correspondencia con la singular voluptuosidad que encontraba a su lado”.

Capítulo X (fragmento)