“Volvimos
a pasar por la entrada de la Acrópolis. Mi viejo permaneció un largo rato
contemplando la ciudad.
Señaló
hacia abajo, a un monte llamado Areópago. En ese monte, el apóstol Pablo
pronunció en una ocasión un gran discurso a los atenienses sobre un dios
desconocido, que no habitaba en los templos levantados por los seres humanos.
Más
abajo del Areópago se encontraba la vieja plaza de Atenas. Se llamaba Ágora, y
bajo sus pórticos meditaron los filósofos. Pero donde antaño se habían
levantado elegantes templos y otros edificios públicos sólo quedaban ruinas. Lo
único que seguía en pie sobre una pequeña colina, era el viejo templo de mármol
dedicado a Hefesto, dios de los herreros.
‒
Tenemos que ir bajando, Hans Thomas ‒dijo mi viejo‒.
Para mí esto es, más o menos, lo que para un musulmán llegar a la Meca. La
única diferencia es que mi Meca está en ruinas.
Creo
que tenía miedo de llevarse una gran desilusión al ver el ágora, pero cuando
entramos en la plaza, y empezamos a andar entre los bloques de mármol, enseguida
dio vida a la cultura de la antigua ciudad-estado, ayudado por varios libros
sobre Atenas.
No
había mucha gente. En cambio arriba, en la Acrópolis, había miles de personas.
A esta plaza sólo acudía algún que otro comodín.
Recuerdo
que pensé que si era verdad lo que dicen algunos, sobre que los seres humanos
viven varias vidas, mi viejo se habría paseado por esta plaza hacía más de dos
mil años, porque cuando describía la vida en la antigua Atenas era como si lo
fuera «recordando».
Vi
reforzada mi sospecha cuando de repente se detuvo señalando las ruinas y dijo:
‒
Un niño está sentado en un cajón de arena haciendo un castillo. El niño
construye continuamente algo nuevo, lo mira con gran entusiasmo, y lo vuelve a
aplastar. De la misma forma actúa el tiempo con el planeta. Aquí está escrita
la historia del mundo, aquí están grabados, y luego borrados de nuevo, todos
los acontecimientos. Aquí bulle la vida como en un hervidero. Y aquí también
nos modelarán a nosotros un buen día, con el mismo material frágil que a
nuestro antepasados. Aquí el viento del tiempo nos mece, aquí nos lleva
puestos, aquí es nosotros, pero nos vuelve a soltar para que nos caigamos de
bruces. Se nos hace aparecer y desaparecer por arte de magia. Siempre hay algo
fermentado, algo esperando ocupar nuestro puesto. Porque carecemos de tierra
firme bajo los pies. Ni siquiera tenemos arenas. Somos arena.
Lo
que dijo me asustó tanto que retrocedí unos pasos. No sólo me asustaron sus
palabras, sino también la fuerza con que las pronunció.
Continuó:
‒
No existe ningún escondite para el tiempo. Podemos escondernos de reyes y
emperadores, quizá también de Dios. Pero no podemos escondernos del tiempo. El
tiempo nos ve en todas partes, porque todo lo que nos rodea está impregnado de
ese inquieto elemento.
Muy
serio, asentí con la cabeza, y mi viejo empezó una conferencia sobre los
efectos devastadores del tiempo:
‒
El tiempo no pasa, Hans Thomas. El tiempo no hace tictac. Nosotros somos los
que nos movemos, nuestros relojes son los que hacen tictac. Tan silenciosamente
como el sol sale por el este, y se pone por el oeste, el tiempo devora su
camine a través de la historia. Echa por tierra grandes civilizaciones, corroe
antiguos monumentos y devora generación tras generación de seres humanos. Por
eso se dice eso de «diente del tiempo». Pues el tiempo mastica y mastica, y es
a nosotros a quienes tiene atrapados entre sus fauces”.
Fragmento