dejarlos todos, cáscaras vacías y hojas caídas
ir en busca de alimento y de un manantial
de agua fresca.
Encontraré un árbol tan grueso como diez hombres robustos
las claras aguas derramándose sobre sus cenicientas raíces
encontraré bayas, manzanas silvestres y semillas,
y lo llamaré mi hogar.
Le diré mi nombre al viento, y sólo al viento.
La locura nos alcanza o nos deja en el bosque
hacia la mitad de todas nuestras vidas. Mi piel será
ahora mi rostro.
Debo de estar loco. La locura abandonada junto a
mis tripas rugen. Avanzaré a trompicones por la hierba
y volveré a mis raíces, a mis hojas, a mis espinas,
Dejaré la senda de las palabras para adentrarme en el bosque
seré un montaraz, y saldré al encuentro del sol,
y sentiré cómo el silencio aflora a mis labios
como antes las palabras”.
…
El loco
“‒¿Qué es lo que quieres?
El joven llevaba ya un mes visitando el cementerio cada noche. Había visto cómo la cruda luz de la luna bañaba el frío granito, el mármol virginal, las viejas estatuas y las lápidas cubiertas de musgo. Las sombras y los búhos le habían sobresaltado muchas veces. Había visto a parejas retozando, borrachos y adolescentes que buscaban nerviosos el camino más corto: toda la gente que frecuentaba de noche aquel cementerio.
Solía pasarse el día durmiendo. A nadie le importaba. Por las noches deambulaba solo por ahí, muerto de frío. Vino a su encuentro cuando se hallaba al borde de un precipicio.
La voz parecía salir de la noche misma, y resonaba dentro de su cabeza y también en el exterior.
‒¿Qué es lo que quieres? ‒ repitió.
Se preguntaba si tendría el valor de volverse a mirar, y comprendió que no lo tenía.
‒¿Y bien? Vienes aquí todas las noches, a un lugar en el que los
vivos no son bienvenidos. Te he visto. ¿Por qué?
‒Quería conocerte ‒respondió sin mirar‒. Quiero vivir eternamente.
La voz del joven se quebró al pronunciar estas últimas palabras.
Había saltado desde el precipicio. Ya no había vuelta atrás. En su imaginación, aún podía sentir en el cuello la punzada de unos colmillos afilados como estiletes, un incisivo preludio de la vida eterna.
Comenzó a oír un sonido. Era grave y triste, como el rumor de un río subterráneo. Tardó un rato en darse cuenta de que se trataba de una risa.
‒Esto no es vida ‒dijo la voz.
Ya no volvió a hablar y, al cabo de unos segundos, el joven supo que volvía a estar solo en el cementerio".
Parte de la breve colección de