“Lo que más me desorienta de estas mis memorias prehistóricas es
la impresión del elemento tiempo. No siempre me es posible conocer la prioridad
de los acontecimientos, ni puedo precisar si entre unos y otros han
transcurrido uno, dos, o cinco años, más o menos. Únicamente puedo medir el
paso de los años juzgando el cambio de aspecto y continuidad de mis semejantes.
También puedo valerme de aplicar a los
acontecimientos la lógica natural. Por ejemplo, no cabe duda de que mi madre y
yo huimos entre los árboles, alejándonos de los jabalíes, y esto fue antes de
que conociera yo a Oreja Caída, mi verdadero compañero de infancia. También es
igualmente cierto que debí abandonar a mi madre en el tiempo transcurrido entre
ambos periodos. (…)
Conviene advertir que únicamente
recuerdo las cosas vistas con mis propios ojos en los días prehistóricos. Si mi
madre sabía el fin de mi padre, nunca me lo dijo. Dudo, además, de que tuviera
el vocabulario adecuado para transmitirme semejante información. Quizás la
Horda no llegaría a tener más de treinta o cuarenta palabras de vocabulario,
todo incluido.
Más vale llamarlas sonidos, que no
palabras; porque eran en realidad sonidos primitivos. Carecían de significación
que fuera modificable por medio de adjetivos y adverbios. Tales instrumentos de
lenguaje son lujos que aún no se habían inventado. En lugar de calificar los
nombres y verbos por medio de adjetivos y adverbios, nos valíamos de la
entonación que dábamos a los sonidos, cambiando la duración y tono,
retardándola o acelerándola. La duración de un sonido, o sea el tiempo empleado
en su pronunciación, encerraba el matiz de su significado.
Tampoco teníamos conjugaciones. El
tiempo se deducía por el contexto del discurso. Sólo expresábamos cosas
concretas, porque sólo cosas concretas pensábamos. También nos valíamos mucho
de la pantomima. La más simple abstracción quedaba fuera del alcance de nuestro
pensamiento; y si alguna vez acertaba alguien a pensarla, le era dificilísimo
poderla comunicar a sus semejantes. No existían para ello palabras adecuadas.
Estaba más allá de los límites de su vocabulario; y si inventaba algún sonido,
sería incomprensible para sus semejantes. Por eso tenía que recurrir a la
pantomima, ilustrando el pensamiento cuanto le fuera posible, mientras que
repetía multitud de veces el nuevo sonido.
Así se desarrolló el lenguaje. Los
pocos sonidos de que disponíamos nos permitían pensar un poquito más allá de
ellos y entonces aparecía la necesidad de nuevos sonidos con qué expresar el
nuevo pensamiento. A veces, sin embargo, pensábamos mucho más allá del alcance
de nuestro medio de expresión y conseguíamos algunas abstracciones, que no podíamos
en modo alguno darlas a conocer a la Horda. Después de todo, el lenguaje no se
iba formando rápidamente en aquellos días.
¡Oh créanme! Éramos los seres más
simples del mundo, pero sabíamos hacer una porción de cosas, hoy completamente
ignoradas. Podíamos retorcer a voluntad las orejas, aguzarlas y aplanarlas. Sabíamos
rascarnos la espalda con la mayor facilidad del mundo y hasta tirar piedras con
el pie. Yo lo hice muchas veces. Y lo que es más importante todavía: teniendo
rectas las piernas, podía inclinarme hacia adelante, doblándome por la cintura
hasta tocar en el suelo, no con las puntas de los dedos, sino con los huesos
del codo. Y en cuanto a la caza de nidos de pájaro… ¡sólo quisiera que me
hubiera visto algún chico del siglo XX! Pero no crean que hacíamos colecciones
de huevos. Nos los comíamos nada más”.
Capítulo IV (fragmento)