lunes, 11 de mayo de 2020

Memorias prehistóricas



“Lo que más me desorienta de estas mis memorias prehistóricas es la impresión del elemento tiempo. No siempre me es posible conocer la prioridad de los acontecimientos, ni puedo precisar si entre unos y otros han transcurrido uno, dos, o cinco años, más o menos. Únicamente puedo medir el paso de los años juzgando el cambio de aspecto y continuidad de mis semejantes.

También puedo valerme de aplicar a los acontecimientos la lógica natural. Por ejemplo, no cabe duda de que mi madre y yo huimos entre los árboles, alejándonos de los jabalíes, y esto fue antes de que conociera yo a Oreja Caída, mi verdadero compañero de infancia. También es igualmente cierto que debí abandonar a mi madre en el tiempo transcurrido entre ambos periodos. (…)

Conviene advertir que únicamente recuerdo las cosas vistas con mis propios ojos en los días prehistóricos. Si mi madre sabía el fin de mi padre, nunca me lo dijo. Dudo, además, de que tuviera el vocabulario adecuado para transmitirme semejante información. Quizás la Horda no llegaría a tener más de treinta o cuarenta palabras de vocabulario, todo incluido.

Más vale llamarlas sonidos, que no palabras; porque eran en realidad sonidos primitivos. Carecían de significación que fuera modificable por medio de adjetivos y adverbios. Tales instrumentos de lenguaje son lujos que aún no se habían inventado. En lugar de calificar los nombres y verbos por medio de adjetivos y adverbios, nos valíamos de la entonación que dábamos a los sonidos, cambiando la duración y tono, retardándola o acelerándola. La duración de un sonido, o sea el tiempo empleado en su pronunciación, encerraba el matiz de su significado.

Tampoco teníamos conjugaciones. El tiempo se deducía por el contexto del discurso. Sólo expresábamos cosas concretas, porque sólo cosas concretas pensábamos. También nos valíamos mucho de la pantomima. La más simple abstracción quedaba fuera del alcance de nuestro pensamiento; y si alguna vez acertaba alguien a pensarla, le era dificilísimo poderla comunicar a sus semejantes. No existían para ello palabras adecuadas. Estaba más allá de los límites de su vocabulario; y si inventaba algún sonido, sería incomprensible para sus semejantes. Por eso tenía que recurrir a la pantomima, ilustrando el pensamiento cuanto le fuera posible, mientras que repetía multitud de veces el nuevo sonido.    

Así se desarrolló el lenguaje. Los pocos sonidos de que disponíamos nos permitían pensar un poquito más allá de ellos y entonces aparecía la necesidad de nuevos sonidos con qué expresar el nuevo pensamiento. A veces, sin embargo, pensábamos mucho más allá del alcance de nuestro medio de expresión y conseguíamos algunas abstracciones, que no podíamos en modo alguno darlas a conocer a la Horda. Después de todo, el lenguaje no se iba formando rápidamente en aquellos días.

¡Oh créanme! Éramos los seres más simples del mundo, pero sabíamos hacer una porción de cosas, hoy completamente ignoradas. Podíamos retorcer a voluntad las orejas, aguzarlas y aplanarlas. Sabíamos rascarnos la espalda con la mayor facilidad del mundo y hasta tirar piedras con el pie. Yo lo hice muchas veces. Y lo que es más importante todavía: teniendo rectas las piernas, podía inclinarme hacia adelante, doblándome por la cintura hasta tocar en el suelo, no con las puntas de los dedos, sino con los huesos del codo. Y en cuanto a la caza de nidos de pájaro… ¡sólo quisiera que me hubiera visto algún chico del siglo XX! Pero no crean que hacíamos colecciones de huevos. Nos los comíamos nada más”.   

Capítulo IV (fragmento)