lunes, 6 de mayo de 2019

Ícaro



“El narrador ha visto esa tarde, en una sesión del Festival Cinematográfico de Venecia, un film japonés que revela, de un modo en apariencia inequívoco, aunque la acción transcurra en Japón (y un episodio esté situado en Macao), la vida de un amigo muerto unos años atrás en condiciones extrañas en una pequeña ciudad de la costa de Montenegro. Ha caminado, conmovido, durante varias horas, ha vuelto a su hotel, ha telefoneado a México, ha conversado con su mujer, pero nada logra disipar la perturbación que la escena final le produjo.

Todo tiende a asegurarle la tranquilidad, el buen reposo. Manos competentes, ojos previsores, mentes exclusivamente destinadas a imaginar sus exigencias y deseos y a procurar satisfacérselos, se han esforzado en crear aquel ambiente, tan necesario en los momentos en que una reafirmación se vuelve indispensable. El teléfono a la mano; las cortinas de brocado espeso; la rugosa colcha de cretona con rayas de un verde suave que combina con otro aún más suave, imperceptible casi; una reproducción de Guardi, otra de Carpaccio. Algún broche de cromo o aluminio inteligentemente entreverado entre los muebles oscuros. Todo en la medida necesaria para recordarle al turista que no está solo, que no se ha derrumbado en otra época, que el Carpaccio y el Guardi y el falso brocado que cubre los muros son exclusivamente atmósfera, que continúa inmerso en su siglo, que una de las puertas conduce a un baño donde brilla el azulejo, el plástico, los metales cromados. Hacerle saber, en fin, que basta oprimir un botón para que surja un camarero y minutos después, sobre una mesa, aparezca el whisky, el hielo y también, si uno lo desea, un buen rizzotto de pesce, la cassatta, el café.

Carlos hablaba con frecuencia de las ventajas que podía proporcionar la vida en un hotel. En realidad, buena parte de su existencia transcurrió en ellos; conocía toda la gama, desde ese tipo de hoteles hasta las casas de huéspedes más inmundas, cuartos de alquiler de aspecto y hedor inenarrables. ¡A saber cómo sería aquel sitio en que pasó sus últimos días!

En la película aparecía un viejo caserón de madera de dos plantas. En el piso de arriba se hallaban los cuartos. Habitaciones rectangulares con seis o siete camastros. Abajo, una sala de té donde se reunía la localidad a comentar las noticias, a jugar a las cartas, a matar el tiempo. Llueve sin interrupción. La lluvia torrencial forma, como a Rashomón, cortinas sólidas, grises, densas, que no solo incomunican a las personas sino a los objetos mismos. El hotel está casi vacío. No es temporada. En su cuarto es el único huésped. La humedad y el frío lo torturan, lo hacen sentir permanentemente enfermo. Ha llamado varias veces a la encargada para mostrarle las dos goteras del techo, pero la vieja se conforma con gruñir y no tomar medida alguna. Termina por poner un recipiente de lámina bajo una y bajo la otra una toalla; cada cierto tiempo debe levantarse para exprimir la toalla por la ventana. Recoge las mantas de las otras camas para cubrirse. Sus días transcurren en una neurastenia casi intermitente. Se pasa horas enteras en la cama, acurrucado bajo la montaña de cobijas, pensando solo en el frío que le atiere las manos. Su imagen es la de un animal enfermo, por momentos gime suavemente: un animal que se recoge para morir. Y sabe que apenas ha empezado el invierno, que deberá resistir esa canallada de la naturaleza durante largos meses y que los peores aún no se presentan.

Abre un bote; mastica unas galletas untadas con algo parecido a una pasta de pescado que humedece en un vaso. Hace movimientos de gimnasia para tratar de entrar en calor; a veces toma su libreta y baja a la sala de té. Los tres o cuatro campesinos que acuden al lugar apenas hablan; el frío y la penumbra los reconcentran, los aíslan. Tiene la preocupación de esquivar a la otra inquilina de la pensión y a su nieto; en días pasados se había sentado a tejer a su lado para espetarle un discurso nauseabundo sobre sus padecimientos: diarreas, resfriados, punciones, los nervios, el hígado, la pus que no cesa, inyecciones, lavativas, baños de azufre. Por la ventana se ve solo el manto gris de la lluvia. La cámara hace prodigios para recrear ese mundo de oscuridad en que de golpe hay uno que otro destello luminoso: las gotas que rebotan en la acera como balas en una superficie metálica, el viejo desvencijado automóvil oscuro que cruza el pueblo en medio de un derrumbe de cielos. Tras el auto, el poeta menesteroso, envuelto en un abrigo harapiento que le llega a los pies, se abre paso a la carrera; agita los brazos como si luchara contra la misma sustancia espesa de la vida. En una mesa, cerca de una estufa de hierro, cuyo calor a nadie parece llegar a beneficiar, el obeso protagonista (¡qué lejos ya del atildado joven de las escenas de pasión de Macao!), intenta trazar, con desgana, algunos signos en su cuaderno. Las ideas no fluyen. Escribe unas frases, las tacha; el plumón comienza a bailar, a titubear, traza líneas, dibuja flores, perfiles de mujer, números, vuelve a detenerse; recomienza la tarea de esbozar aquel párrafo que con tantas dificultades parece avanzar. Arranca al fin la página, la estruja y la tira. Pide una botella de licor y llena un vaso. En ese momento irrumpe en el local, empapado, tembloroso, el viejo bardo.

Es evidente que el modo de manejar la luz entraña una intención simbólica. La atmósfera psicológica, al menos, se concentra o se distiende con su ayuda. En las primeras escenas, las de la juventud, la claridad es radiante y va en aumento hasta la parte de Macao donde la luminosidad se vuelve a momentos intolerable. Todo contribuye a ello, no solo el sol siempre a plomo sobre los personajes; los trajes claros y vaporosos de la bellísima actriz que reproduce a Paz Naranjo, los sombreros de paja de los jóvenes, los toldos color crema de los cafés al aire libre.

—Ciega esta luz —dice en el momento de embarcarse.

Luego, la luz disminuye gradualmente hasta desaparecer casi del todo en las últimas escenas: la aldea de pescadores donde se ha terminado por refugiar el protagonista. El sol, las pocas veces que aparece, es como su triste parodia. No hay sino niebla, lluvia y frío: una grisura que cae del cielo, mancha los plafones, se filtra por las paredes. Aun en la sala de té parece flotar una nube húmeda que rodea a los escasos parroquianos”.

Fragmento