“No tuve niñez por la pobreza de mis padres, y la guerra interna
del país me robó la juventud. La necesidad de la existencia despertó en mí la
responsabilidad del trabajo y aplastó en mí la temprana edad. […] Desde los
seis años de edad comencé a cargar leña, ayudando a mi padre. Tres o cuatro
ramas eran mi carga. Ese peso me hizo comprender, paso a paso, la pobreza en
que vivíamos.
Tendría yo alrededor de ocho años, me
acerqué a curiosear algunos libros del profesor de la escuela. Entre ellos
había uno que, por el color de sus tapas, atrajo mi atención: era amarillento,
con el dibujo de dos niños trazados con línea negra; el lomo de color ladrillo.
Comencé a hojearlo. Tenía muchas ilustraciones. Leí las primeras páginas y me
enamoré del libro. Sin pensarlo mucho, lo robé. Hace poco se lo confesé. Él se
rió y me dijo: «¡qué bueno que te sirvió, guardálo!»
Empaqué dos camisas y dos pantalones y
me despedí de mi madre. Viajé a la capital para trabajar con un señor a quien
mi padre le había pedido trabajo para mí. Vendí dulces y gomas de mascar en la
18 calle. Algunos días después de mi llegada, descubrí una librería. Se llamaba
La Cadena de Oro. Al final de cada tarde me iba a parar frente a la vitrina
para contemplar los libros. Hubo uno que me llamó la atención. Su portada era
la pintura de un rostro horrible. Un rostro como desmoronándose o pudriéndose. Me
preguntaba: «¿de qué tratará ese libro?» Yo suponía que a lo mejor era algo
relacionado con locos, muertos o brujas. Era extraño; me daba miedo y, a la
vez, me atraía. Tal vez trascurrieron tres o cuatro meses, hasta que finalmente
me atreví a preguntar por el precio. «Dos quetzales con cincuenta centavos», me
dijo el librero. Con mucho esfuerzo reuní el dinero y lo compré. Óscar Wilde y El retrato de Dorian Gray me llevaron
por su mundo los siguientes días. Allí también conocí libros de Dostoievski y
Stephan Zweig.
Las lecturas de esos libros […] fueron
alimentando mi inconsciente y quizá por eso una noche soñé que había escrito un
libro. Al despertar decidí hacerlo. Escribí versos en hojas de papel y las cosí
a mano. Anduve de un lado a otro con eso que yo llamaba «un libro». Hasta que
en alguna parte lo perdí y allí terminó el juego.
Para ese entonces la guerra había
abarcado gran parte del país. El trayecto de Momostenango a la capital era
terrible. Como en una pesadilla, todos éramos desconocidos. Nadie hablaba en
los buses. Uno no sabía quién estaba sentado al lado y, aunque lo supiera,
callaba. Callar significaba añadir un minuto más a su existencia.
En la capital muchas veces dormía en
el Parque Gómez Carrillo o Concordia, donde lo hacían ladrones, bolos,
prostitutas. No tenía trabajo, ni dinero para pagar un cuarto, ¡bien jodido!
Con el poco dinero que tenía compré un galón de miel y eso comía. Bebía agua
del chorro atrás del monumento a Gómez Carrillo. Hasta que entré a trabajar en
una fábrica como barrendero. Trabajé en fábricas. El trato ahí no difiere mucho
del trato que reciben los campesinos en los latifundios de las costas del país:
injusticia y explotación. Por todas partes se sentía la presencia del terror y
del odio. La guerra se prolongaba. Era 1980.
En todo ese tiempo, los libros fueron
mis amigos. Comprendí que leer es un acto de humildad. Después de leer un
libro, uno ya no es el mismo. Era difícil la vida en aquellos días. Mi rostro
se tornó áspero por la sal de las lágrimas. En el basurero del parque Concordia
hallé libros: de Bécquer, Darío, Amado Nervo.
Comencé a escribir algunos poemas en
los que sentí la necesidad de volver a mi infancia. Recupero, o mejor dicho,
intento recuperar en cada texto esa niñez que no tuve. Intento recuperar aquel
pueblo que caminé de arriba abajo haciendo mandados, o, simplemente por el
gusto de caminarlo, bajo el sol o bajo la lluvia. Intento también recuperar
esos años jóvenes que se marchitaron desgastándose en el trabajo.
Escribo en primera persona porque no
soy nadie para hablar en nombre de los demás. Y me siento profundamente
conmovido cuando mi propia gente se acerca para decirme que se siente
representada en mi modesto trabajo. Tengo claro que mi poesía no es ninguna
revolución en la literatura guatemalteca ni en el mundo. Pero también estoy
consciente de que no soy un hongo que brotó de la noche a la mañana. Hablo y
escribo sin rencor ni amargura. Lo que hago, lo hago con el corazón”.
Humberto Ak`Abal
Fragmentos del prólogo del poemario Con los ojos después del mar y de algunas entrevistas relacionadas.