“‒Este
es el cuadro del que te he hablado. ¿No es asombroso?
Incliné
la cabeza hacia ella como si la escuchara con atención mientras mi mirada se
dirigía de nuevo a la chica. La acompañaba un extraño anciano de pelo blanco
que por la angulosidad de su cara supuse que estaba emparentado con ella, quizá
su abuelo; vestía chaqueta de pata de gallo, zapatos estrechos y con cordones
largos, lustrosos como un espejo. Tenía los ojos muy juntos, y una nariz
aguileña, como de pájaro; cojeaba un poco; de hecho, su cuerpo se inclinaba
hacia un lado, pues tenía un hombro más alto que el otro; si su postura hubiera
sido más pronunciada habría dicho que era jorobado. A pesar de todo, emanaba
cierta elegancia. Y adoraba a todas luces a la joven, a juzgar por la expresión
divertida y agradable con que cojeaba a su lado, prestando atención a dónde
ponía el pie, con la cabeza inclinada hacia ella.
‒Este
es el primer cuadro del que me enamoré‒ decía mi madre. No
lo creerás, pero estaba en un libro que solía sacar de la biblioteca cuando era
pequeña. Me sentaba en el suelo junto a mi cama y lo miraba durante horas,
totalmente fascinada…, ¡esa pequeña criatura! Es increíble cuánto puedes
aprender de un cuadro si pasas mucho rato observando una reproducción de él;
aunque no sea muy buena. Empecé a querer a ese pájaro como quieres a un animal
de compañía y acabé adorando el modo en que estaba pintado. ‒Se
rió‒.
La lección de anatomía se encontraba
en el mismo libro, pero me daba pavor. Cerraba el libro de golpe cuando lo
abría por esa página por equivocación.
La
chica y el anciano se había detenido a nuestro lado. Cohibido, me incliné hacia
adelante y miré el cuadro. Era pequeño, el más pequeño de la exposición, así
como el más sencillo: un jilguero amarillo sobre un fondo pálido y liso,
encadenado por una pata a la percha sobre la que estaba posado.
‒Fue
alumno de Rembrandt y maestro de Vermeer ‒continuó
mi madre‒.
Y este pequeño cuadro es en realidad el eslabón perdido entre los dos; en esa
pura y clara luz del día ves de dónde sacó Vermeer la cualidad de la luz. Por
supuesto, cuando era una niña ni sabía ni me importaba ese significado
histórico. Pero ahí está.
Retrocedí
para mirarlo mejor. Era una criatura pequeña, franca y pragmática, no había
nada sentimental en ella; y algo en la prolija y compacta disposición de las
alas sobre el cuerpo, la luminosidad, la expresión alerta y vigilante, me
recordó las fotos que había visto de mi madre cuando era niña: un jilguero con
la cabeza oscura y la mirada fija.
‒Fue
una tragedia famosa en la historia de Holanda ‒decía
mi madre‒.
Gran parte de la ciudad quedó destruida.
‒ ¿Qué?
‒El
desastre de Delft. Allí murió Fabritius. ¿No has oído cómo se lo explicaba esa
profesora a los niños?
En
efecto, lo había oído. Existía tres paisajes horribles de un tal Egbert van der
Poel, distintas versiones de las mismas tierras yermas humeantes: casas
calcinadas en ruinas, un molino con las aspas destrozadas, cuervos volando en
círculos en cielos ennegrecidos por el humo. Una señora de aspecto oficioso
había explicado en voz alta a un grupo de colegiales que hacia 1600 estalló una
fábrica de pólvora en Delft, y que el pintor se había quedado tan traumatizado
y obsesionado por la destrucción de su ciudad que se dedicó a pintarla una y
otra vez.
‒Bueno,
Egbert era vecino de Fabritius y tras la explosión del polvorín perdió el
juicio, o al menos esa es la impresión que tengo. Pero Fabritius murió y su
estudio quedó destruido junto con casi todos sus cuadros excepto este. ‒Mi
madre parecía esperar que yo dijera algo, y al ver que no lo hacía, continuó‒:
Fue uno de los grandes pintores de su tiempo, en una de las épocas más
importantes de la pintura, y gozó de muchísima fama ya en vida. Es una lástima
que de toda su obra solo sobrevivieran unos cinco o seis cuadros. Lo demás se
ha perdido…, todo lo que hizo.
La
chica y el abuelo merodeaban en silencio a nuestro lado escuchando a mi madre,
lo que me dio un poco de vergüenza. Desvié la mirada, pero fui incapaz de
resistirme y miré de nuevo. Estaban tan cerca que si hubiera alargado una mano
los habría tocado. Ella tiraba de la manga del anciano, para susurrarle algo al
oído.
‒En
fin, si quieres saber mi opinión, decía mi madre‒,
este es el cuadro más extraordinario de toda la exposición. Fabritius transmite
algo que descubrió por sí solo y que ningún pintor que lo precedió supo plasmar,
ni siquiera Rembrandt.
Muy
bajito, tanto que a duras penas la oí, la chica susurró:
‒ ¿Tuvo
que vivir así toda su vida?
Yo
me había preguntado lo mismo; la pata con grillete, la terrible cadena; su
abuelo murmuró una respuesta, pero mi madre (que parecía ajena a ellos por
completo, aunque estaban a nuestro lado) retrocedió y dijo:
‒Es
un cuadro tan misterioso, tan sencillo… Realmente tierno… Te invita a mirarlo
más de cerca, ¿verdad? Después de todos esos faisanes muertos que hemos dejado
atrás, aparece esta pequeña criatura viva.
Me
permití lanzar otra mirada furtiva a la chica. Estaba apoyada sobre una pierna,
con una cadera hacia un lado. Entonces de manera inesperada se volvió y me miró
a los ojos; en un instante de confusión, aparté la vista”.
Primera
Parte, Capítulo IV (fragmento)