Diario de Navegación
"Así es como va construyéndose uno el alma, como una casa que tuviera tantos ladrillos como libros leídos". José Luis Martín Descalzo
sábado, 28 de agosto de 2021
Continuidad de los parques
Había empezado a
leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a
abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por
la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una
carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías,
volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de
los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo
hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su
mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer
los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida.
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la
mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de
una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos.
El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había
sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado
se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Julio Cortázar
jueves, 19 de agosto de 2021
martes, 25 de mayo de 2021
domingo, 28 de marzo de 2021
domingo, 29 de noviembre de 2020
Retorno a Narnia
martes, 1 de septiembre de 2020
Mi piel será mi rostro
dejarlos todos, cáscaras vacías y hojas caídas
ir en busca de alimento y de un manantial
de agua fresca.
Encontraré un árbol tan grueso como diez hombres robustos
las claras aguas derramándose sobre sus cenicientas raíces
encontraré bayas, manzanas silvestres y semillas,
y lo llamaré mi hogar.
Le diré mi nombre al viento, y sólo al viento.
La locura nos alcanza o nos deja en el bosque
hacia la mitad de todas nuestras vidas. Mi piel será
ahora mi rostro.
Debo de estar loco. La locura abandonada junto a
mis tripas rugen. Avanzaré a trompicones por la hierba
y volveré a mis raíces, a mis hojas, a mis espinas,
Dejaré la senda de las palabras para adentrarme en el bosque
seré un montaraz, y saldré al encuentro del sol,
y sentiré cómo el silencio aflora a mis labios
como antes las palabras”.
…
El loco
“‒¿Qué es lo que quieres?
El joven llevaba ya un mes visitando el cementerio cada noche. Había visto cómo la cruda luz de la luna bañaba el frío granito, el mármol virginal, las viejas estatuas y las lápidas cubiertas de musgo. Las sombras y los búhos le habían sobresaltado muchas veces. Había visto a parejas retozando, borrachos y adolescentes que buscaban nerviosos el camino más corto: toda la gente que frecuentaba de noche aquel cementerio.
Solía pasarse el día durmiendo. A nadie le importaba. Por las noches deambulaba solo por ahí, muerto de frío. Vino a su encuentro cuando se hallaba al borde de un precipicio.
La voz parecía salir de la noche misma, y resonaba dentro de su cabeza y también en el exterior.
‒¿Qué es lo que quieres? ‒ repitió.
Se preguntaba si tendría el valor de volverse a mirar, y comprendió que no lo tenía.
‒¿Y bien? Vienes aquí todas las noches, a un lugar en el que los
vivos no son bienvenidos. Te he visto. ¿Por qué?
‒Quería conocerte ‒respondió sin mirar‒. Quiero vivir eternamente.
La voz del joven se quebró al pronunciar estas últimas palabras.
Había saltado desde el precipicio. Ya no había vuelta atrás. En su imaginación, aún podía sentir en el cuello la punzada de unos colmillos afilados como estiletes, un incisivo preludio de la vida eterna.
Comenzó a oír un sonido. Era grave y triste, como el rumor de un río subterráneo. Tardó un rato en darse cuenta de que se trataba de una risa.
‒Esto no es vida ‒dijo la voz.
Ya no volvió a hablar y, al cabo de unos segundos, el joven supo que volvía a estar solo en el cementerio".
Parte de la breve colección de