sábado, 28 de agosto de 2021

El zorro es más sabio

 











Continuidad de los parques

 


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortázar

domingo, 29 de noviembre de 2020

Retorno a Narnia


Había una vez cuatro niños que se llamaban Peter, Susan, Edmund y Lucy, cuyas extraordinarias aventuras se relataron en otro libro titulado El León, La Bruja y El Ropero. Un día abrieron la puerta de un ropero mágico y se encontraron en un mundo muy diferente al nuestro, y en ese mundo diferente llegaron a ser Reyes y Reinas de un país llamado Narnia. Mientras estuvieron en Narnia, les pareció reinar por años y años; mas cuando volvieron a traspasar la puerta del ropero y retornaron a Inglaterra, parecía que no había pasado ni un instante. En todo caso, nadie se dio cuenta de su ausencia, y ellos no se lo contaron a nadie, salvo a un anciano muy sabio.

Todo eso había sucedido un año atrás, y ahora los cuatro se hallaban sentados en un banco en una estación de ferrocarril, rodeados de una pila de baúles y cajas con juguetes. Era el regreso al colegio. Habían viajado juntos hasta esa estación, en la que empalmaban diversas líneas. En pocos minutos iba a pasar un tren que llevaría a las niñas hacia un colegio, y media hora después otro tren trasladaría a los niños a otro colegio. Esa primera etapa del viaje que realizaron juntos les pareció todavía parte de las vacaciones; pero ahora, cuando se acercaba el momento de separarse y tomar distintos caminos, se convencieron de que realmente las vacaciones habían terminado y de que muy pronto comenzaría otra vez el período escolar. Estaban muy tristes y a ninguno se le ocurría qué decir. Lucy iba al internado por primera vez en su vida.
    
Era una estación de pueblo, vacía y somnolienta y, fuera de ellos, no había nadie más en el andén. De pronto Lucy lanzó un agudo grito, como si una avispa la hubiera picado.
    
—¿Qué pasa, Lu...? —preguntó Edmund. Se interrumpió repentinamente e hizo un ruido como "¡au!".
    
—¿Qué cosa...? —empezó Peter, y de pronto también él interrumpió lo que iba a decir y, en cambio, exclamó—: ¡Susan, suéltame! ¿Qué haces? ¿Adónde me arrastras?

—No te he tocado —dijo Susan—. Alguien me empuja a mí. ¡Oh... oh... oh..., basta!
    
Cada uno advirtió que los rostros de los demás estaban muy pálidos.
    
—Yo sentí lo mismo —dijo Edmund, sin aliento—. Como si me arrastraran. Un tirón espantoso... ¡Ay, empieza otra vez!
   
—A mí también —dijo Lucy—. ¡Oh, no puedo soportar más!
    
—Rápido —gritó Edmund—. Tómense todos de las manos y no se separen. Esto es magia, yo la siento. ¡Apúrense!
    
—Sí —dijo Susan—. Tomémonos de las manos. ¡Oh, cómo quisiera que todo esto terminara... oh!
    
En ese mismo momento el equipaje, el banco, el andén y la estación desaparecieron. Los cuatro niños, tomados de la mano y jadeantes, se encontraron en un lugar emboscado, tan emboscado que las ramas los envolvían y casi no quedaba espacio para moverse. Se frotaron los ojos y respiraron profundamente.
    
—Oh, Peter —exclamó Lucy—. ¿Crees que habremos vuelto a Narnia?
    
—Este podría ser cualquier lugar —dijo Peter—. Con todos estos árboles no puedo ver a un metro de distancia. Tratemos de salir al campo abierto..., si es que existe un campo abierto.
    
Con alguna dificultad, y con algunas picaduras de ortigas y rasmilladuras de espinas, se abrieron paso con gran esfuerzo hasta salir de la espesura. Entonces recibieron otra sorpresa. Allí estaba mucho más claro; a pocos pasos se encontraron en el límite del bosque y, más abajo, vieron una arenosa playa. A escasos metros, un mar muy tranquilo bañaba la arena con olas tan pequeñas que casi no hacían ruido. No se veía tierra alrededor ni nubes en el cielo. El sol estaba aproximadamente donde debe estar a las diez de la mañana, y el mar era de un azul deslumbrante. Todos se quedaron quietos aspirando el aroma del mar.
    
—¡Por Dios! ¡Qué bien se está aquí! —exclamó Peter.
    
Cinco minutos más tarde, todos estaban descalzos y se mojaban los pies en el agua fría y clara.
    
—¡Esto es mejor que ir en un aburrido tren de vuelta al latín y al francés y al álgebra! —exclamó Edmund. Y durante un largo rato no hablaron; sólo chapotearon en el mar y buscaron camarones y cangrejos.
    
—Bueno —dijo Susan al cabo de un tiempo—, creo que deberíamos hacer algunos planes. Dentro de poco tendremos ganas de comer algo.
    
—Tenemos los sandwiches que nos dio mamá para el viaje —dijo Edmund—. Por lo menos, yo tengo los míos.
    
—Yo no —apuntó Lucy—, los míos quedaron en mi maletín.
    
—También los míos —dijo Susan.
    
—Los míos están en el bolsillo de mi abrigo, allá en la playa —agregó Peter—. Tendremos entonces dos almuerzos para cuatro, lo que no será muy divertido.
    
—Por ahora tengo más sed que ganas de comer —dijo Lucy.
    
Todos los demás también se sintieron sedientos, como ocurre siempre después de chapotear en el agua salada bajo un sol ardiente.
    
—Es como si hubiéramos naufragado —hizo notar Edmund—. En los libros los náufragos suelen encontrar manantiales de agua clara y fresca en las islas. Lo mejor es que vayamos a buscarlos.
    
—¿Quieres decir que volveremos a ese bosque espeso? —preguntó Lucy.
    
—No —dijo Peter—. Si hay ríos, tienen que venir bajando hacia el mar, y si caminamos por la playa, seguramente los encontraremos.
    
Volvieron por la orilla del mar, primero cruzando la arena suave y húmeda y luego, más arriba, la arena seca y desmigajada que se pega en los dedos de los pies, y allí empezaron a ponerse los zapatos y calcetines. Edmund y Lucy querían dejarlos y seguir explorando sin zapatos, pero Susan les dijo que sería una locura.
    
—A lo mejor nunca más los encontramos —señaló—, y los necesitaremos si estamos aún aquí cuando llegue la noche y empiece a hacer frío.
    
Una vez calzados, caminaron por la playa, con el mar a la izquierda y el bosque a la derecha. Había una gran quietud en el paraje, quebrada sólo por el paso fugaz de alguna gaviota.
 
Capítulo 1: La isla (fragmento)

martes, 1 de septiembre de 2020

Mi piel será mi rostro


                              Renacer salvaje

“Despojarme de mi camisa, de mi libro, de mi abrigo, de mi vida
dejarlos todos, cáscaras vacías y hojas caídas
ir en busca de alimento y de un manantial
de agua fresca.
 
Encontraré un árbol tan grueso como diez hombres robustos
las claras aguas derramándose sobre sus cenicientas raíces
encontraré bayas, manzanas silvestres y semillas,
y lo llamaré mi hogar.
 
Le diré mi nombre al viento, y sólo al viento.
La locura nos alcanza o nos deja en el bosque
hacia la mitad de todas nuestras vidas. Mi piel será
ahora mi rostro.
 
Debo de estar loco. La locura abandonada junto a 
los zapatos y mi casa,
mis tripas rugen. Avanzaré a trompicones por la hierba
y volveré a mis raíces, a mis hojas, a mis espinas, 
a mis retoños, y temblaré.
 
Dejaré la senda de las palabras para adentrarme en el bosque
seré un montaraz, y saldré al encuentro del sol,
y sentiré cómo el silencio aflora a mis labios
como antes las palabras”. 

                                          

                                       El loco

¿Qué es lo que quieres?

El joven llevaba ya un mes visitando el cementerio cada noche. Había visto cómo la cruda luz de la luna bañaba el frío granito, el mármol virginal, las viejas estatuas y las lápidas cubiertas de musgo. Las sombras y los búhos le habían sobresaltado muchas veces. Había visto a parejas retozando, borrachos y adolescentes que buscaban nerviosos el camino más corto: toda la gente que frecuentaba de noche aquel cementerio.

Solía pasarse el día durmiendo. A nadie le importaba. Por las noches deambulaba solo por ahí, muerto de frío. Vino a su encuentro cuando se hallaba al borde de un precipicio.

La voz parecía salir de la noche misma, y resonaba dentro de su cabeza y también en el exterior.

¿Qué es lo que quieres? repitió.

Se preguntaba si tendría el valor de volverse a mirar, y comprendió que no lo tenía.

¿Y bien? Vienes aquí todas las noches, a un lugar en el que los vivos no son bienvenidos. Te he visto. ¿Por qué?

Quería conocerte respondió sin mirar. Quiero vivir eternamente.

La voz del joven se quebró al pronunciar estas últimas palabras.

Había saltado desde el precipicio. Ya no había vuelta atrás. En su imaginación, aún podía sentir en el cuello la punzada de unos colmillos afilados como estiletes, un incisivo preludio de la vida eterna.

Comenzó a oír un sonido. Era grave y triste, como el rumor de un río subterráneo. Tardó un rato en darse cuenta de que se trataba de una risa.

Esto no es vida dijo la voz.

Ya no volvió a hablar y, al cabo de unos segundos, el joven supo que volvía a estar solo en el cementerio".

Parte de la breve colección de 

microrrelatos Quince cartas de un 
tarot vampírico

lunes, 11 de mayo de 2020

Memorias prehistóricas



“Lo que más me desorienta de estas mis memorias prehistóricas es la impresión del elemento tiempo. No siempre me es posible conocer la prioridad de los acontecimientos, ni puedo precisar si entre unos y otros han transcurrido uno, dos, o cinco años, más o menos. Únicamente puedo medir el paso de los años juzgando el cambio de aspecto y continuidad de mis semejantes.

También puedo valerme de aplicar a los acontecimientos la lógica natural. Por ejemplo, no cabe duda de que mi madre y yo huimos entre los árboles, alejándonos de los jabalíes, y esto fue antes de que conociera yo a Oreja Caída, mi verdadero compañero de infancia. También es igualmente cierto que debí abandonar a mi madre en el tiempo transcurrido entre ambos periodos. (…)

Conviene advertir que únicamente recuerdo las cosas vistas con mis propios ojos en los días prehistóricos. Si mi madre sabía el fin de mi padre, nunca me lo dijo. Dudo, además, de que tuviera el vocabulario adecuado para transmitirme semejante información. Quizás la Horda no llegaría a tener más de treinta o cuarenta palabras de vocabulario, todo incluido.

Más vale llamarlas sonidos, que no palabras; porque eran en realidad sonidos primitivos. Carecían de significación que fuera modificable por medio de adjetivos y adverbios. Tales instrumentos de lenguaje son lujos que aún no se habían inventado. En lugar de calificar los nombres y verbos por medio de adjetivos y adverbios, nos valíamos de la entonación que dábamos a los sonidos, cambiando la duración y tono, retardándola o acelerándola. La duración de un sonido, o sea el tiempo empleado en su pronunciación, encerraba el matiz de su significado.

Tampoco teníamos conjugaciones. El tiempo se deducía por el contexto del discurso. Sólo expresábamos cosas concretas, porque sólo cosas concretas pensábamos. También nos valíamos mucho de la pantomima. La más simple abstracción quedaba fuera del alcance de nuestro pensamiento; y si alguna vez acertaba alguien a pensarla, le era dificilísimo poderla comunicar a sus semejantes. No existían para ello palabras adecuadas. Estaba más allá de los límites de su vocabulario; y si inventaba algún sonido, sería incomprensible para sus semejantes. Por eso tenía que recurrir a la pantomima, ilustrando el pensamiento cuanto le fuera posible, mientras que repetía multitud de veces el nuevo sonido.    

Así se desarrolló el lenguaje. Los pocos sonidos de que disponíamos nos permitían pensar un poquito más allá de ellos y entonces aparecía la necesidad de nuevos sonidos con qué expresar el nuevo pensamiento. A veces, sin embargo, pensábamos mucho más allá del alcance de nuestro medio de expresión y conseguíamos algunas abstracciones, que no podíamos en modo alguno darlas a conocer a la Horda. Después de todo, el lenguaje no se iba formando rápidamente en aquellos días.

¡Oh créanme! Éramos los seres más simples del mundo, pero sabíamos hacer una porción de cosas, hoy completamente ignoradas. Podíamos retorcer a voluntad las orejas, aguzarlas y aplanarlas. Sabíamos rascarnos la espalda con la mayor facilidad del mundo y hasta tirar piedras con el pie. Yo lo hice muchas veces. Y lo que es más importante todavía: teniendo rectas las piernas, podía inclinarme hacia adelante, doblándome por la cintura hasta tocar en el suelo, no con las puntas de los dedos, sino con los huesos del codo. Y en cuanto a la caza de nidos de pájaro… ¡sólo quisiera que me hubiera visto algún chico del siglo XX! Pero no crean que hacíamos colecciones de huevos. Nos los comíamos nada más”.   

Capítulo IV (fragmento)

jueves, 23 de abril de 2020

La luz de la imaginación



“Desde mis primeras lecturas, el mundo imaginario y el mundo real se confundieron, no de una manera que me haya llevado a vivir en un mundo falso, sino, por el contrario, volviendo concreto lo imaginario. Aprendí a utilizar las historias imaginarias para esclarecer la realidad, de manera tal que no fuera necesario pasar por una especie de representación documental del mundo y de la vida para entenderla; al contrario, permití que las historias imaginarias iluminaran esa realidad de una manera bien concreta y profunda.

Contra lo que se pueda pensar, la acumulación de hechos documentales no reconstruye la experiencia de la realidad. La presenta como pieza de museo, pero una pieza de museo no es la experiencia vivida, y leer, por ejemplo, la historia de un joven marino en Las mil y una noches me enseña mucho más sobre la relación entre causalidad e imprevisibilidad que una definición psicológica o científica. Eso no quiere decir que no me interesen la psicología, las ciencias naturales o las matemáticas, pero sobre todo me interesan cuando no intentan reducir el conocimiento del mundo a una fórmula.

Las ideas deben, necesariamente, permitir un diálogo, deben ser un punto de reflexión y no una conclusión. Lo que me interesa cada vez más no es la literatura en sí, sino la literatura como forma de interrogar al mundo. Las historias que terminan cuando se lee la última página pueden dejarme satisfecho media hora, pero necesito que se abran, poder transformarlas, para que me resulten totalmente prácticas. Una de las grandes mentiras que se nos cuenta desde siempre es que la literatura es un pasatiempo, un lujo casi superfluo. En realidad, la literatura es un lugar tan concreto como la pieza en la que estamos en este instante y no es un pasatiempo, sino que ella misma está hecha de tiempo. Habita, cuando es verdadera, el pasado, el presente y el futuro. Pienso que la enseñanza de la literatura pasa por darse cuenta de eso. Sólo cuando el estudiante advierte que es su historia la que se cuenta, su lugar el que se define, su tiempo el que se está reflejando en el libro, el estudiante se vuelve lector. La literatura que cuenta es la que amplía nuestra vida.

A pesar de las estrategias mercantiles, de las exigencias industriales, de las censuras políticas a veces groseras, a veces sutiles, siempre va a seguir existiendo la fuerza de la imaginación creativa, la voluntad, incluso la necesidad, de crear con palabras modelos útiles para el mundo. Los mundos imaginarios hechos de palabras nos permiten vivir conscientemente en el mundo cotidiano, comprender, o empezar a comprender, nuestro destino, encontrar un consuelo a pesar de los sufrimientos y el desaliento a los que nos enfrentamos días tras día. Creo que siempre existirá la literatura”.

Conversaciones con un amigo (fragmento).
Alberto Manguel